Daled se quedó mirando el techo de la habitación, incapaz de conciliar el sueño. El ritmo pausado de la respiración de Miryea a su lado contrastaba con el torbellino en su mente. Cerró los ojos, pero lo único que veía era la sonrisa de Juliana, las palabras de aliento que le enviaba antes de cada presentación, la manera en que lo escuchaba sin prisa.
De pronto, Miryea se movió, dándose vuelta hacia él. Su mirada somnolienta lo sorprendió.
—¿Qué te pasa? —preguntó en un susurro—. Llevas un buen rato despierto.
Daled tragó saliva. Dudó. Parte de él quería inventar una excusa, otra parte deseaba soltar el peso que llevaba dentro.
—No lo sé… —respondió al fin, con un hilo de voz—. A veces siento que me pierdo, que no sé si estoy siendo justo contigo.
Miryea frunció el ceño, despertando por completo. Se incorporó un poco, apoyando la cabeza en su mano.
—¿Justo conmigo? ¿A qué te refieres?
Él evitó su mirada, como si el contacto visual pudiera delatarlo.
—Es solo que… contigo todo se ha vuelto tan serio, tan distante. Y cuando hablamos, siento que siempre hay algo que interfiere: tu trabajo, mis pendientes, la prisa… Y entonces… —hizo una pausa, buscando aire—, entonces aparecen otras personas que me hacen sentir… distinto.
La palabra quedó suspendida en el aire, pesada, casi dolorosa.
Miryea lo observó en silencio, con un nudo en la garganta. Quiso preguntar “¿quién?”, pero no se atrevió. El miedo a la respuesta era más fuerte que la curiosidad.
—¿Distinto cómo? —se obligó a decir, aunque la voz le temblaba.
Daled apretó las manos contra la sábana.
—Ligero… escuchado. Como si no tuviera que esforzarme para demostrar quién soy.
Las palabras golpearon a Miryea como una confesión a medias. Sintió un vacío abrirse en su pecho, pero al mismo tiempo no pudo evitar una punzada de comprensión: quizás en su afán por avanzar, había descuidado los pequeños gestos que mantenían vivo lo suyo.
Ella suspiró, conteniendo la emoción.
—Daled… yo no quiero que sientas que me pierdes. Solo… no sé cómo estar en dos lugares a la vez. No quiero que mi crecimiento signifique tu soledad.
Él finalmente la miró, con los ojos vidriosos.
—Yo tampoco quiero perderte. Pero a veces no sé si lo que siento es amor… o costumbre.
El silencio que siguió fue devastador. Ambos estaban allí, en la misma cama, pero a kilómetros de distancia. Y aunque ninguno dijo más, los dos supieron que esa conversación era apenas el inicio de un conflicto mucho más profundo.
Después del reencuentro, Daled caminaba por la casa como si llevara un peso invisible atado al pecho. Cada gesto de Miryea lo atravesaba con la fuerza de un recordatorio cruel: la sonrisa que le ofrecía al despertar, el café que dejaba servido en la mesa antes de irse, la forma en que lo abrazaba por las noches buscando retenerlo. En lugar de sentirse reconfortado, la culpa le arañaba por dentro.
Pero no lo suficiente para detenerlo. Se escudaba en frases automáticas que repetía con la precisión de un actor que conoce de memoria su papel.
—Tengo una reunión urgente —dijo una mañana, mientras se ajustaba la corbata sin mirarla a los ojos.
Miryea, aún en pijama, lo observó desde la cocina. Sonrió con ternura, intentando no darle peso a la prisa.
—Está bien, luego me cuentas cómo te va.
Él asintió, evitando detenerse demasiado en su mirada.
Esa misma tarde, cuando ella lo llamó para invitarlo a cenar, la respuesta fue igual de seca.
—Saldré tarde, hay cierre de mes. No me esperes despierta.
Del otro lado de la línea, Miryea guardó silencio unos segundos antes de contestar.
—De acuerdo… cuídate.
Era una voz dulce, pero teñida de una decepción que Daled fingió no escuchar.
Y en otra ocasión, al preguntarle si quería pasar el viernes juntos, él soltó, casi sin pensarlo:
—No te preocupes, solo estaré un rato con el equipo de marketing.
La frase salió con naturalidad, como si fuese insignificante. Sin embargo, a Miryea le quedó resonando. “El equipo de marketing”. Demasiadas veces en poco tiempo.
Ella sonrió de forma automática, pero en su interior algo comenzó a tensarse. Había cariño, había amor, sí. Pero también había un eco extraño en cada excusa. Como si lo que Daled intentaba justificar no fuera su trabajo… sino su ausencia emocional.
Él, por su parte, cerraba los ojos cada noche junto a ella, sintiendo que las caricias de Miryea eran un recordatorio de lo que estaba a punto de perder, y aun así, seguía eligiendo escapar.
Mentiras suaves, medias verdades que se volvían costumbre. Daled decía que trabajaba hasta tarde, que las reuniones se alargaban, que había compromisos ineludibles. Y en parte era cierto… pero la otra parte la pasaba junto a Juliana.
No era un romance declarado, ni una traición abierta. Era una compañía que se volvía constante: una comida rápida entre semana, una conversación improvisada al final del día, risas que le devolvían una chispa que creía apagada. Con ella no había exigencias, ni reproches, ni la sensación de estar fallando siempre en algo. Con Juliana se sentía ligero, deseado, validado.
Una tarde cualquiera, en una pequeña cafetería del centro, compartieron un espacio que para Daled se transformaba poco a poco en refugio.
—Se te nota menos tenso cuando estás aquí —dijo Juliana, girando el vaso de café entre las manos mientras lo miraba con una media sonrisa.
Daled bajó la mirada, incómodo con lo evidente.
—¿Sí? —preguntó, buscando sonar casual.
—Claro —respondió ella, encogiéndose de hombros—. En la oficina siempre estás con esa cara de responsabilidad, como si el mundo dependiera de ti. Aquí… eres distinto.
Él soltó una risa breve, sincera, una que hacía tiempo no le nacía en casa.
—Tal vez es porque contigo no tengo que ser perfecto.
Juliana lo miró un instante más, con una calidez que desarmaba.
—No tienes que ser perfecto con nadie, Daled. A veces, solo basta con ser… humano.