Entre Nosotros, el Tiempo

Capítulo 11: Irse también duele

Miryea recibió la notificación del nuevo viaje con una mezcla agridulce que no pudo ocultar en su rostro. El mensaje en la pantalla parecía brillar más de lo normal, como si subrayara la ironía de lo que significaba: un ascenso disfrazado de misión temporal. Debía liderar la apertura de una nueva sucursal en otra ciudad durante un mes. Para cualquiera sería una victoria profesional; para ella, era otra despedida. Otra distancia que se interponía en medio de lo que apenas intentaban sostener.

Esa noche, en el pequeño balcón del apartamento, lo compartió con Daled. La brisa tibia movía el cabello de ella, mientras él la observaba en silencio, con un gesto que mezclaba orgullo y una sombra de incomodidad.

—¿Un mes entero? —preguntó Daled, con un esfuerzo por sonar entusiasta, aunque su voz traicionó un matiz de inquietud.
—Sí… —respondió Miryea, encogiéndose de hombros—. Me lo vendieron como un logro, y lo es, lo sé. Pero no puedo evitar sentir que me están arrancando de aquí, de lo nuestro.
—No lo digas así —intentó suavizar él, inclinándose hacia ella—. Es una oportunidad. Te lo mereces.
—¿Y qué pasa con nosotros? —replicó ella, clavándole los ojos, buscando en ellos una certeza que no encontró—. Siempre que parece que tomamos un ritmo, aparece una distancia nueva.

Daled apartó la mirada hacia la ciudad iluminada bajo sus pies. Su silencio pesó más que cualquier palabra. Después, como quien busca un salvavidas, sonrió débilmente.

—Quizá… quizá la distancia nos pruebe. Nos dé claridad.
—¿Claridad de qué? —su voz se quebró suavemente, como un cristal fino—. Yo no necesito pruebas, Daled, yo necesito presencia.

Hubo un instante en que el aire se tensó entre los dos. El murmullo lejano del tráfico, el tintinear de un vaso sobre la mesa, todo parecía remarcar la fragilidad del momento.

Él le tomó la mano, apretándola con fuerza, como si ese gesto pudiera compensar lo que las palabras no alcanzaban.
—Solo prométeme que volverás con más ganas de quedarte —dijo, con una mezcla de súplica y promesa.

Miryea sonrió con tristeza, bajando la mirada hacia sus dedos entrelazados.
—Eso siempre lo hago, Daled. El problema es que no sé si tú seguirás aquí cuando regrese.

Desde que regresó a casa, Miryea había sentido a Daled diferente. No era solo el tiempo ni el estrés, tampoco aquellas largas jornadas que antes sabían sobrellevar con risas y complicidad. Era algo más sutil, casi invisible: sus ojos evitaban los suyos con una destreza ensayada, sus besos eran más cortos, como si se apagaran antes de encenderse, y las conversaciones parecían terminar incluso antes de comenzar.

Una noche, mientras cenaban en silencio, Miryea se atrevió a romper la barrera que se había instalado entre ellos. Dejó el tenedor sobre el plato y lo miró fijamente.

—Daled… ¿nos estamos volviendo extraños? —preguntó con voz baja, como quien teme escuchar la respuesta.

Él levantó la vista apenas un segundo, sorprendido, y luego regresó a su comida.
—No digas eso. Solo… estoy cansado. El trabajo, ya sabes.

—No —lo interrumpió, con un tono suave pero firme—. Esto no es cansancio. Te conozco. Has estado distante. No me miras como antes, y cuando lo haces, es como si… no estuvieras aquí conmigo.

El silencio se instaló unos segundos, pesado, incómodo. Daled jugó con el vaso de agua, girándolo entre sus dedos, evitando su mirada.

—A veces me pregunto —continuó ella, con un nudo en la garganta— si después de cinco años esto es normal. Que el amor se enfríe, que las palabras se queden atrapadas, que los besos se hagan tan breves… ¿Es eso lo que nos pasa? ¿O es que ya no quieres luchar por lo que construimos?

Las manos de Daled se tensaron alrededor del vaso. Por dentro, las palabras se le amontonaban, pero ninguna encontraba salida sin herir. Forzó una sonrisa que se notaba más frágil que sincera.

—Claro que quiero luchar, Miryea. No pienses así. Solo… necesito espacio, tiempo para aclararme.

Ella lo miró con una mezcla de tristeza y desconfianza, sintiendo cómo una grieta invisible se abría entre los dos.
—El espacio también puede convertirse en distancia, Daled. Y la distancia, si no se cierra, termina convirtiéndose en olvido.

Él no respondió. Solo la miró en silencio, con esa incomodidad que confirmaba más de lo que negaba. Y en ese instante, Miryea entendió que lo que dolía no era la ausencia de palabras, sino la verdad que él no se atrevía a pronunciar.

En su último intento de aferrarse a lo que quedaba, Miryea lo invitó a salir antes del viaje. Escogió su restaurante favorito, ese donde cada rincón guardaba una memoria compartida: la primera vez que brindaron por un logro, la risa inesperada que terminó en lágrimas, la confesión que los unió más de lo que pensaban.

—Hace tiempo no veníamos aquí —comentó ella, sonriendo con suavidad mientras jugueteaba con la copa.

Daled asintió, con una sonrisa breve que no alcanzó a iluminarle los ojos.
—Sí… se siente igual que siempre.

Ella lo miró en silencio unos segundos, notando lo hueco de la frase. Intentó no darle peso, así que cambió de tema, contándole detalles de su viaje próximo, de la emoción y el reto que suponía la apertura de la nueva sede. Él escuchaba, asentía, soltaba algún “me alegra por ti”, pero el silencio entre palabra y palabra se volvía más elocuente que cualquier conversación.




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