Pasó apenas una semana cuando el correo de la dirección general llegó a la bandeja de Miryea. Al leerlo, su corazón dio un vuelco: el proyecto de expansión había superado las expectativas. Las nuevas sucursales funcionaban con una sincronía impecable, los equipos estaban alineados y la junta había decidido que podía regresar antes de lo previsto.
Se quedó unos segundos frente a la pantalla, con una mezcla de orgullo y ansiedad. El logro era innegable, pero lo que realmente aceleraba su pulso era la posibilidad de volver a casa. Tomó el teléfono casi de inmediato.
—Daled —dijo apenas escuchó su voz al otro lado—, tengo noticias.
Él respondió con un tono neutral, como si lo hubieran sacado de otra conversación.
—¿Qué pasó? ¿Todo bien?
Miryea sonrió, intentando contagiarle su entusiasmo.
—Más que bien. El proyecto fue un éxito, mucho antes de lo esperado. Me dieron luz verde para regresar esta misma semana.
Hubo una pausa breve, demasiado breve para ser entusiasmo.
—Eso… es increíble, Miryea. Felicitaciones —dijo al fin, con una sonrisa que se escuchaba más que se sentía.
Ella ladeó la cabeza, inquieta por esa tibieza.
—¿No te alegra que vuelva? Pensé que sería una sorpresa bonita…
—Claro que me alegra —apresuró él, bajando la voz—. Solo que no me lo esperaba tan pronto.
Miryea guardó silencio un instante. Quiso creer que era solo desconcierto, que él necesitaba procesar la noticia. Pero en el fondo, un pequeño nudo en su pecho le susurraba otra verdad: tal vez Daled ya se había acostumbrado a su ausencia.
—Bueno —añadió ella, intentando sonar ligera—, entonces ve pensando dónde me llevarás a cenar para celebrar.
—Hecho —respondió él, aunque sus palabras se desvanecieron con la misma fragilidad que el eco de una promesa.
Al colgar, Miryea se quedó con el teléfono en la mano. La felicidad por volver a casa seguía allí, intacta, pero teñida por una inquietud que no sabía cómo nombrar.
La alegría la tomó por sorpresa. Aunque estaba agotada por las horas de reuniones y viajes, el cansancio se desdibujó ante la idea de regresar antes de lo previsto. Su corazón se llenó de esperanza, como si alguien hubiera encendido una lámpara en medio de la penumbra. Era su oportunidad de reconectar con Daled, de volver a intentarlo.
Decidió no decirle nada. La sola idea de sorprenderlo la hacía sonreír. Imaginaba el momento: entrar sin previo aviso, abrazarlo fuerte, mirarlo a los ojos y hacerle sentir que aún estaban a tiempo.
Aquella tarde, mientras conversaba con su asistente, dejó escapar la confesión.
—Voy a volver antes… —dijo Miryea, con un brillo especial en los ojos.
—¿Y ya se lo contó? —preguntó la chica, sonriendo ante su entusiasmo.
Miryea negó con la cabeza, juguetona.
—No. Quiero que sea sorpresa. Quiero verlo abrir la puerta y que, por un instante, se olvide de todo lo que nos distancia. Que solo exista ese abrazo.
—Eso suena hermoso —respondió la otra con sinceridad—. Seguro lo va a agradecer más de lo que imagina.
Miryea sonrió, abrazando la ilusión como si fuera un secreto demasiado valioso para dejar escapar. En su mente repetía la escena una y otra vez: el timbre sonando, la puerta abriéndose, y los ojos de Daled encendiéndose de nuevo al verla.
Lo que no sabía era que, del otro lado de esa expectativa, el escenario podía ser muy distinto.
Durante el viaje de regreso, el corazón de Miryea latía con una fuerza casi adolescente. Mientras el avión se elevaba, cerró los ojos y dejó que su mente construyera la escena que tanto anhelaba. Se veía a sí misma tocando el timbre, esperando apenas unos segundos antes de que la puerta se abriera. Imaginaba el rostro de Daled iluminándose al verla, esa sonrisa que siempre le devolvía el alma al cuerpo.
«Se va a sorprender tanto», pensaba, acariciando la idea como quien guarda un tesoro.
En su cuaderno, abierto sobre las piernas, escribió unas líneas que jamás pensó mostrarle: “Quiero abrazarte como si el tiempo no hubiera pasado. Quiero volver a nosotros.”
Miryea suspiró, y la pasajera a su lado la miró con curiosidad.
—¿Buenas noticias? —preguntó con amabilidad.
—Las mejores —respondió ella, con un brillo en los ojos—. Voy a ver a alguien a quien extraño mucho.
La mujer sonrió, cómplice, y no insistió más.
Durante el trayecto en taxi, su mente siguió dibujando escenas cotidianas: Daled en la cocina preparando café, ella acercándose por detrás para rodearlo con los brazos; los dos en el sofá, compartiendo una película cualquiera; sus manos entrelazadas al dormir. Escenas simples, pero que para Miryea eran todo lo que necesitaba.
Sacó el celular, dudó un instante y luego lo guardó de nuevo.
—No —murmuró para sí—, quiero que sea sorpresa. Quiero que me vea ahí, sin avisos, sin planes. Solo yo.
El conductor, que alcanzó a oírla, la miró por el retrovisor y comentó:
—Se nota que va con el corazón lleno. Eso siempre se nota.