El taxi avanzaba con parsimonia entre las luces intermitentes de los semáforos. Miryea, en el asiento trasero, mantenía la frente apoyada contra el vidrio helado. Afuera, la ciudad parecía ajena, indiferente a la tormenta que le carcomía por dentro. Su maleta seguía en el baúl, intacta. Pero ella… ella ya no era la misma.
El conductor la miró de reojo por el retrovisor, notando su silencio tenso.
—¿Está bien, señorita? —preguntó con cautela, como si presintiera el peso de lo que cargaba.
Miryea respiró hondo, conteniendo el nudo en la garganta.
—Sí… bueno, no lo sé —respondió en un susurro, casi sorprendida de escuchar su propia voz.
El hombre asintió, sin insistir. El silencio volvió a llenar el vehículo, roto apenas por el sonido monótono del motor.
Ella cerró los ojos, intentando ordenar lo que había visto minutos antes. La sonrisa que había ensayado durante todo el viaje, el abrazo que había soñado dar, todo se había desplomado frente a una verdad brutal.
En un impulso, tomó su celular y buscó el número de Daled. Lo dudó unos segundos, pero finalmente apretó la pantalla. El timbre retumbó en su oído, amplificando el vértigo que sentía en el estómago.
—¿Miryea? —la voz de él sonó ronca, entre cansada y asustada.
Ella apretó los labios, temblando.
—¿Por qué no me lo dijiste? —soltó al fin, con un tono más firme de lo que esperaba—. Tenías tantas oportunidades… tantas noches conmigo. ¿Por qué esperar a que lo descubriera así?
Del otro lado, hubo un silencio prolongado.
—No quería herirte —contestó al fin, con un hilo de voz.
Miryea soltó una risa amarga, quebrada.
—¿Y qué crees que hiciste hoy? —preguntó, conteniendo un sollozo que luchaba por salir—. No es solo la traición, Daled… es que me quitaste la ilusión.
—Yo… lo siento —fue lo único que alcanzó a decir.
Ella apretó los ojos con fuerza, como si al cerrarlos pudiera desaparecer la escena grabada en su mente.
—No digas que lo sientes —murmuró, con un temblor en la voz—. Porque si de verdad lo sintieras… no habría pasado.
Colgó antes de escuchar una respuesta. El celular cayó en su regazo, y por primera vez sintió que las lágrimas empezaban a brotar, lentas, ardientes, liberando apenas una fracción del dolor que le desgarraba por dentro.
El taxi siguió avanzando, indiferente, como la vida misma. Y Miryea, entre sollozos contenidos, entendió que esa noche no solo había perdido a Daled, sino también la versión de sí misma que aún creía en su amor.
—¿A dónde la llevo? —preguntó el conductor, con una mirada breve en el retrovisor, preocupado por el silencio que se había vuelto demasiado denso en el auto.
—Solo… siga derecho —respondió Miryea con voz hueca, como si las palabras vinieran de un lugar lejano, sin dirección ni destino.
El hombre no insistió. Encendió la radio en un volumen bajo, pero Miryea apenas lo notó. La imagen seguía clavada en su cabeza: Daled, en su cama. Esa cama que había sido su refugio tantas veces. Y Juliana… esa chica que apenas conocía de nombre, riendo como si viviera allí. Como si hubiera ganado algo que ella jamás supo que estaba en juego.
Miryea se llevó una mano a la boca, conteniendo un grito ahogado. “¿Cómo fue tan fácil?”, se repetía en silencio. “¿Cómo pasamos de ser nosotros… a esto?”
El celular vibró en su bolso. Era un mensaje de Daled: “Podemos hablar, por favor”. Dudó, pero finalmente contestó la llamada.
—¿Hablar? —su voz salió rota, cargada de incredulidad—. ¿Qué puedes decirme que borre lo que vi, Daled?
Hubo un silencio al otro lado. Él respiró hondo antes de atreverse a responder.
—No quería que te enteraras así. No… no de esa forma.
—¿De qué forma querías que me enterara? —su tono subió, quebrándose en un sollozo—. ¿De la manera “suave”, con tus excusas? ¿Con tus ausencias disfrazadas de trabajo?
—Miryea… —su voz sonó como un ruego—. Te juro que no fue planeado. Yo… yo me sentí perdido. Juliana solo estaba ahí.
Ella rió con amargura, apretando el celular contra el oído.
—¿Y yo? —preguntó, con un filo helado en cada palabra—. ¿Dónde estaba yo mientras tú te encontrabas “perdido”? Porque yo seguía aquí, Daled. Apostando por lo nuestro. Creyendo que aún valía la pena.
Él no respondió de inmediato. El silencio pesó como un golpe, más hiriente que cualquier confesión.
—Lo siento —murmuró finalmente, con un tono derrotado.
Miryea cerró los ojos, sintiendo cómo las lágrimas finalmente vencían su resistencia.
—Ya no sé si ese “lo siento” es por mí, por ti… o porque te descubrieron —dijo en un susurro.
Colgó antes de darle oportunidad de contestar. El celular cayó sobre su regazo mientras el taxi seguía su curso, como si la ciudad no supiera que el mundo de Miryea acababa de romperse en pedazos invisibles.
Apoyó la frente contra el vidrio, y en su mente comenzaron a desfilar recuerdos: los viajes de madrugada para abrazarlo unas horas, los almuerzos improvisados, los cumpleaños celebrados con lo poco que tenían. Todos esos instantes parecían ahora lejanos, irreales, como si nunca hubieran pertenecido a la misma historia que estaba viviendo en ese momento.
Y en su lugar, solo quedaba un espacio vacío. Un hueco helado donde antes habitaba la confianza.
Miryea llegó a casa de su amiga sin avisar. Cuando esta abrió la puerta y la vio con los ojos vidriosos, no necesitó explicación. Simplemente la abrazó, con esa fuerza silenciosa que no pide permiso. Fue ahí, en esos brazos ajenos pero sinceros, donde Miryea finalmente se quebró.
—¿Qué pasó? —preguntó la amiga en un murmullo, acariciándole el cabello, como si temiera que cualquier palabra la rompiera aún más.
Miryea respiró entrecortada, sin poder sostener más el peso.
—Lo vi… —susurró, la voz hecha pedazos—. Lo vi con ella… en nuestro apartamento.
La amiga cerró los ojos, conteniendo la rabia que no quería volcar sobre ella.