Daled despertó con la luz del mediodía colándose por las cortinas. Juliana aún dormía, enredada entre las sábanas, con la misma despreocupación de quien no teme ser descubierta. Él, en cambio, tenía la garganta seca y una ansiedad tenue que no lograba nombrar del todo.
El corazón de Daled se aceleró con violencia. El sudor frío le corría por la espalda y la presión detrás de los ojos lo obligó a pestañear varias veces. Miró a su alrededor con desesperación, como si ella pudiera seguir ahí, escondida en algún rincón de la sala, esperando a que él la descubriera… pero no. La casa estaba en silencio, demasiado silencio. Y él ya sabía lo que eso significaba.
Abrió la caja con manos temblorosas. Dentro, un reloj de pulsera, sobrio y elegante, justo del estilo que siempre había mencionado que le gustaba. Había también una nota pequeña, escrita con la caligrafía que reconocería en cualquier parte:
"Para que no olvides que el tiempo también se ama.
Con amor,
Miryea."
Un nudo áspero se le atoró en la garganta. El tipo de nudo que no se traga, que solo crece cuando ya es tarde. Entonces todo se volvió nítido: la puerta cerrada con más cuidado de lo habitual, la cena intacta sobre la mesa, el vacío al despertar. Ella había estado ahí. Lo había visto. Todo.
Juliana apareció en el marco de la puerta, todavía adormilada, con el cabello desordenado y una mueca somnolienta.
—¿Todo bien? —preguntó, ladeando la cabeza al notar su expresión sombría.
Daled cerró de golpe la caja y escondió la nota en el bolsillo de su pantalón.
—Sí… —murmuró, con una voz tan hueca que ni él mismo se la creyó—. Solo tengo que salir un momento.
Juliana frunció los labios, desconcertada.
—¿Salir? ¿Ahora?
—Sí —repitió, evitando mirarla—. No tardo.
Sin esperar respuesta, tomó las llaves y salió. La puerta se cerró tras de él con un golpe seco que pareció marcar un final.
Caminó sin rumbo, dejando que la ciudad lo abofeteara con su ruido, con su indiferencia. Cada paso lo alejaba más de lo que alguna vez había tenido con Miryea: las carcajadas compartidas en la madrugada, sus ojos atentos que sabían leerlo incluso en silencio, su voz firme y suave recordándole que no se rindiera.
La vio en su mente, sonriendo mientras hablaba de sus proyectos, con ese brillo que lo había enamorado. Recordó cómo lo amaba: sin condiciones, sin miedo, con paciencia y entrega. Y sintió el peso brutal de haberlo echado todo a perder. Por un deseo pasajero. Por confundir vacío con libertad. Por egoísmo. Por cobardía.
Se detuvo frente al parque donde solían pasear cuando eran más jóvenes. El lugar estaba desierto, con los columpios inmóviles, como congelados en otra vida. Se dejó caer en una banca de madera y, por primera vez en mucho tiempo, no contuvo nada. El arrepentimiento lo atravesó sin permiso, sin excusas. Y entendió que ya no había marcha atrás.
AGRADECIDA.... MIL GRACIAS POR SEGUIR LEYENDO ESTA HISTORIA