El amanecer era suave, casi cómplice, como si supiera que ese día no sería fácil. Miryea había pasado la noche entera despierta. No lloró esta vez; las lágrimas habían cedido paso al silencio. A esa calma rota que llega cuando se acepta una pérdida, no con resignación… sino con dignidad.
Habían transcurrido dos días desde su regreso. No volvió a casa, no contestó llamadas ni quiso leer mensajes. Lo único que tenía claro era que no podía quedarse atrapada en la nostalgia, ni en los recuerdos, ni en los lazos que aún la sujetaban a la vida de Daled.
Y entre esos lazos… estaban su madre y su tía.
Las había querido siempre. Desde el primer día la recibieron como a una hija: almuerzos compartidos, celebraciones improvisadas, confidencias que aún guardaba en el corazón. Cinco años de cariño sincero. Para ellas también era familia.
Pero ya no podía seguir fingiendo que todo estaba igual. Tenía que cerrar los ciclos, incluso los más dolorosos.
Se vistió con un atuendo sencillo, blusa blanca y un pantalón oscuro. Su rostro mostraba el cansancio emocional, pero sus pasos eran firmes cuando caminó hasta la casa de la madre de Daled. Era como regresar al lugar donde alguna vez encontró refugio, sabiendo que ahora venía a despedirse.
Al tocar la puerta, fue la tía Rosa quien abrió. Sus ojos se iluminaron con sorpresa.
—¡Mi niña! —exclamó con esa calidez de siempre—. ¿Cuándo volviste?
Miryea respiró hondo antes de responder.
—¿Está tu hermana? Necesito hablar con las dos.
En pocos minutos, las tres estaban en la sala. Sobre la mesa humeaba té recién servido, como si la rutina quisiera disimular lo inevitable. Pero no, nada era como antes.
Miryea sostuvo la taza sin llegar a beber.
—Sé que no esperan esto —empezó, con voz serena pero firme—. Pero necesito cerrar esta etapa. Y cerrar, a veces, también significa alejarse.
La madre de Daled frunció el ceño, desconcertada.
—¿Pasó algo con Daled? —preguntó en un susurro.
Miryea bajó la mirada un instante. Luego se armó de valor y sostuvo la suya.
—Sí… pero no estoy aquí para hablar mal de él. Vine a darles las gracias. Gracias por todos estos años en los que me trataron como una hija, por su cariño, por cada consejo, cada abrazo. Por haber sido hogar.
Un silencio denso se apoderó de la sala. La tía Rosa fue la primera en romperlo.
—Ay, mi niña… —murmuró apretándole las manos—. Te vamos a extrañar. Pero entiendo. Y te admiro por tener el valor de decirlo.
La madre de Daled apenas pudo contener las lágrimas. Se las enjugó rápido, como si no quisiera que Miryea cargara con más peso del necesario.
—Siempre tendrás un lugar aquí —dijo con voz temblorosa—. Pero si necesitas sanar… tienes que seguir tu camino.
Miryea se levantó despacio. El nudo en la garganta amenazaba con quebrarla, pero se mantuvo erguida. Abrazó a ambas, largo, con la certeza de que esas despedidas sinceras duelen más que cualquier reproche.
—Gracias… por ser hogar —susurró contra sus hombros.
Y salió. Esta vez sin mirar atrás. Porque no todas las despedidas se hacen con rencor. Algunas se hacen con respeto, con gratitud. Y, sobre todo, con amor propio.
AGRADECIDA CON TODOS LOS QUE HA LLEGADO HASTA ESTE CAPÍTULO