El reloj marcaba las 5:42 p. m. cuando Miryea, vestida con una sobria elegancia que no buscaba impresionar sino sostener su entereza, se detuvo frente al edificio donde trabajaba Daled. El aire de la tarde era templado, pero sus manos permanecían frías, no de miedo, sino por la carga emocional del paso que estaba a punto de dar.
No buscaba respuestas. Tampoco pensaba pedir nada. Solo quería cerrar el capítulo con la dignidad que su historia merecía. No había sido perfecta, pero había sido real. Y lo real merecía un cierre honesto.
Lo vio salir. Caminaba con prisa, el celular en una mano, el gesto ensimismado. A su lado, Juliana. Reían de algo que parecía trivial, pero suficiente para mantenerlos ajenos al mundo. Miryea no sintió rabia; solo un vacío breve, inevitable, como un eco que resuena antes de apagarse. Respiró hondo y se acercó con paso firme.
—Daled.
El nombre, pronunciado con calma, lo detuvo en seco. Levantó la mirada y la vio. Sus ojos se abrieron, incrédulos. Juliana también se tensó, como si el aire se hubiera vuelto demasiado pesado.
—¿Podemos hablar? Los dos —dijo Miryea, con la serenidad de quien ya no tiembla por dentro.
Juliana frunció el ceño, sorprendida.
—¿Hablar? ¿Sobre qué…?
—Sobre lo que pasó —respondió sin alterarse—. Sin culpas ni reproches. Solo necesito decir lo que tengo que decir. Yo merezco eso. Y ustedes también.
Daled tragó saliva, inseguro, y asintió con un leve movimiento de cabeza. Juliana dudó unos segundos, hasta que él la miró, y terminó aceptando con un gesto incómodo.
Caminaron hasta una pequeña cafetería cercana, discreta, casi vacía. Se sentaron en una mesa al fondo, donde la penumbra de la tarde ofrecía cierta intimidad. El silencio los envolvió durante un par de minutos. El tintinear de las cucharitas contra las tazas era lo único que llenaba el aire.
Fue Miryea quien rompió el hielo.
—No estoy aquí para hacer una escena. No vine a gritar ni a reclamar. —Su voz era baja, pero firme—. Solo quería mirarlos a los ojos, a las personas que marcaron este final… y soltar.
Daled bajó la mirada, como si las palabras lo pesaran más de lo que esperaba. Juliana se removía inquieta en la silla, apretando las manos sobre su regazo.
—Yo me fui por amor —continuó Miryea, con una calma que parecía aprendida a golpes—. Por amor a lo que creíamos, a lo que soñábamos juntos. Pensé que la distancia no destruiría lo que habíamos construido. Pero entendí algo: el amor también muere cuando la honestidad se va. Y no hablo solo de infidelidad… —sus ojos se detuvieron un instante en Daled, sin dureza—. Hablo de no tener el valor de decir: “ya no te elijo”.
Juliana abrió la boca, como para replicar, pero volvió a cerrarla. Había algo en esa voz serena, en esa fuerza contenida, que le impidió interrumpir.
Miryea respiró hondo antes de añadir:
—No los odio. No podría. Lo que yo viví con Daled fue real, y me quedo con eso. Pero ya no me pertenece. Y no quiero cargar con heridas que no me corresponde sanar. —Esbozó una pequeña sonrisa triste—. Si ustedes deciden construir algo, que sea limpio. Sin la sombra de lo que quedó inconcluso.
El silencio que siguió fue espeso, casi solemne. Daled alzó los ojos hacia ella; estaban enrojecidos, húmedos, como si las palabras hubieran tocado fibras que prefería no exponer. Quiso hablar, pero Miryea levantó apenas la mano, deteniéndolo.
—No hace falta —susurró con una dulzura inesperada—. Ya no.
Se levantó con calma, colocó una moneda junto a la taza de café que apenas había tocado y los miró por última vez.
—Gracias por escucharme. Ahora sí puedo seguir.
Y se marchó.
Lo hizo con la frente en alto, con la espalda erguida, con el alma un poco más libre. Afuera, el cielo empezaba a oscurecer, pero en su interior había una claridad nueva: la certeza de que el amor propio no grita. Habla en paz, y se despide sin rencores.