Daled despertó con una presión extraña en el pecho. No era física; no había dolor que pudiera señalar en su cuerpo. Era esa sensación invisible que aparece cuando algo importante se ha ido, aunque el mundo insista en seguir girando como si nada hubiera pasado.
Desde aquella conversación en la cafetería, no había vuelto a ver a Miryea. Ni una llamada. Ni un mensaje. Solo el eco de sus palabras repitiéndose como un mantra cruel en su cabeza:
—Lo que viví contigo fue real, pero ya no me pertenece.
Esa frase lo perseguía en cada esquina, en cada silencio de su casa, en cada instante en que se encontraba a punto de escribirle. La repetía como un castigo, como un recordatorio de lo que había dejado escapar.
Juliana ya no estaba en su vida. El final con ella llegó sin discusiones, sin grandes dramas; simplemente un deshielo inevitable. Ambos entendieron que habían empezado su historia sobre las ruinas de otra, y que eso no podía sostenerse. Juliana se despidió una tarde con un abrazo breve y un susurro resignado:
—Esto nunca fue nuestro.
Una semana después, al salir del trabajo, Daled se cruzó con la tía Rosa en la esquina. Ella lo miró con esa mezcla de cariño y severidad que siempre le había caracterizado.
—¿Supiste lo de Miryea? —preguntó, sin rodeos.
Él se detuvo en seco, tragando saliva.
—¿Qué pasó?
—Se fue —respondió ella, con una calma que en realidad contenía ternura—. A Madrid. La contrataron en una multinacional. Parece que era lo que necesitaba para empezar de nuevo… lejos de todo esto.
Las palabras lo atravesaron como un puñal frío. Madrid. Ella volando hacia un futuro luminoso mientras él seguía hundido en su rutina, en su arrepentimiento mudo, en una vida que de pronto se le antojaba insípida.
—Madrid… —repitió casi para sí mismo, como si el nombre de la ciudad fuera demasiado grande para caber en su boca.
Esa noche, al llegar a casa, se dejó caer en la silla de su escritorio. Sobre un estante encontró una foto olvidada: cinco años atrás, en el cumpleaños de un amigo. Miryea lo abrazaba desde atrás, riendo con la frescura de quien no teme mostrar todo lo que siente. Él, en la imagen, la miraba con esa mezcla de ternura y asombro que solo tiene quien reconoce que ha encontrado algo valioso… pero todavía no sabe cuánto lo va a necesitar después.
Se quedó mirando la foto largo rato, hasta que el impulso lo venció. Tomó una hoja en blanco y, con letra temblorosa, escribió:
"No sé si leas esto algún día.
No sé si alguna parte de ti aún me guarde en la memoria.
Solo sé que te perdí cuando más necesitaba encontrarte.
Y lo entendí tarde.
Pero gracias… gracias por amarme incluso cuando yo no supe hacerlo."
Leyó las líneas una y otra vez, con los ojos empañados. Luego dobló el papel despacio y lo guardó en su libro favorito, aquel que ella le había regalado en la universidad. No tenía intención de enviarlo. Era solo para él, un acto de confesión íntima, un intento torpe de reconciliarse con sus propios errores.
Porque a veces —lo comprendía ahora— cuando uno hiere lo que más ama, no queda otra salida que aprender a vivir con la ausencia… y esperar, con paciencia y dolor, que un día el vacío deje de ser castigo y se transforme en lección.
Gracias por acompañarme y seguir en esta aventura de escribir...