Madrid tenía una energía distinta. Caótica y ordenada al mismo tiempo. Cada rincón parecía tener una historia que contar: las terrazas repletas de risas, los músicos callejeros que llenaban de vida el metro, el olor a café recién molido que se escapaba de las cafeterías antiguas. Y en medio de todo ese vaivén de voces, pasos y luces, Miryea caminaba cada día con una pequeña sonrisa dibujada en el rostro. No por una felicidad absoluta, sino por gratitud. Por el simple hecho de estar viva. De estar empezando de nuevo.
Su apartamento, en un edificio antiguo del barrio de Chamberí, era pequeño pero lleno de encanto. Ventanas amplias dejaban pasar la luz dorada de la mañana, esa que parecía abrazar los muros claros. Había colocado plantas en el balcón —geranios y una pequeña lavanda que cuidaba con esmero—, libros apilados en la mesa de noche, y siempre una taza de café humeante acompañándola mientras respondía correos de la empresa. Aquel espacio, aunque modesto, respiraba su presencia, como si en cada rincón hubiese dejado un pedazo de sí misma.
El trabajo resultaba demandante, pero también estimulante. En cuestión de semanas ya había viajado a Lisboa y a Bruselas, negociado con equipos multiculturales y dirigido procesos con una seguridad que, para su sorpresa, parecía brotar de un lugar nuevo dentro de ella. A veces, al cerrar una reunión importante, cuando todos se iban y la sala de juntas quedaba vacía, se quedaba allí unos minutos, en silencio, pensando:
—Mírate… lo lograste.
No era soberbia. Era un reconocimiento íntimo. Una caricia invisible que ella misma se ofrecía después de tanto tiempo buscando validación afuera.
Pero no todo era trabajo.
Una tarde, decidió desviarse de la rutina. En lugar de tomar el metro hacia casa, caminó sin rumbo hasta que sus pasos la llevaron al Parque del Retiro. El aire olía a hierba fresca, los niños corrían con cometas de colores, y los reflejos del agua del estanque dibujaban destellos sobre los rostros de quienes paseaban en barcas. Miryea se sentó en el césped, cerca de un árbol, y sin pensarlo demasiado se quitó los tacones. Hundió los pies descalzos en el pasto húmedo. Cerró los ojos. Respiró hondo. Sintió cómo algo se aflojaba dentro de ella.
—Qué ligera me siento… —murmuró, sin importarle que nadie la escuchara.
En ese instante lo entendió con claridad: no necesitaba olvidar a Daled. No se trataba de borrar ni de odiar. Él había sido parte de un capítulo hermoso, una historia que, aunque terminó, le había dejado semillas. Con él aprendió a amar, y ahora le tocaba aprender a amarse a sí misma. Sin espejos que la reflejaran, sin aprobaciones externas, sin buscar llenar vacíos.
Aquella revelación fue como abrir una puerta. Empezó a hacer cosas sola: los sábados recorría museos y se detenía frente a las pinturas como si buscara dialogar con los artistas. Algunos domingos iba al cine y disfrutaba de la oscuridad, con palomitas entre las manos. Se inscribió en un curso de cocina española, donde aprendió a preparar tortilla de patatas y paella, riendo con un grupo de desconocidos que pronto se volvieron cercanos. Y los jueves, al caer la tarde, practicaba yoga en la azotea de un edificio, con el cielo de Madrid extendiéndose como un manto infinito.
En cada experiencia, en cada descubrimiento, volvía a encontrarse un poco más. A veces, mientras caminaba sola por la Gran Vía iluminada, se sorprendía llorando. No de tristeza, sino de ternura. Por haberse sostenido en los días más oscuros. Por haber dado tanto, incluso cuando estaba rota. Por seguir de pie.
Una noche, tras regresar de un largo día de trabajo, se miró en el espejo mientras se desmaquillaba. No buscó defectos. No se criticó. No juzgó las ojeras ni las cicatrices invisibles de lo vivido. Solo se miró, con calma, con una quietud nueva. Y sonrió.
—Hola —susurró, casi como si hablara con una vieja amiga—. Te extrañaba.
Esa conversación íntima, pequeña y poderosa, fue un pacto silencioso consigo misma. Después de años siendo “nosotros”, por fin estaba volviendo a ser ella.
Y en ese reflejo, bajo la luz tenue de la lámpara, entendió que no había pérdida capaz de borrar lo esencial: siempre había estado ahí, esperándose a sí misma.
Agradecida con todos los que me siguen acompañando,