Entre Nosotros, el Tiempo

Capítulo 23: El ramo equivocado

El cumpleaños de Miryea siempre había tenido algo especial. No por las fiestas ni los grandes gestos, sino por los pequeños detalles: las llamadas inesperadas, las cartas escritas a mano, los abrazos que se daban sin prisa. Esta vez, sin embargo, el día se sentía distinto. Era su primer cumpleaños de vuelta en casa, pero también el primero desde que ya no existía un “nosotros”.

La mañana transcurría entre correos, reuniones y un constante ir y venir de saludos amables. El reloj marcaba las once cuando volvió a su oficina y se encontró con una sorpresa: sobre su escritorio reposaba un enorme ramo de flores multicolores, tan vivo que parecía iluminar el lugar.

—¡Feliz cumpleaños, jefa! —exclamó Vanessa, la más entusiasta del grupo, apareciendo detrás de ella con los brazos abiertos.

Miryea soltó una carcajada, sorprendida.
—¿Así que eran ustedes los cómplices?

—Por supuesto —respondió Vanessa, con ese tono pícaro que la caracterizaba—. Tu novio se lució, ¿eh? Aunque bueno… nos tocó organizarnos entre todos para que pareciera un detalle digno de ti. —La oficina estalló en risas.

Miryea también rió, llevándose una mano al pecho. Sentía un nudo suave en la garganta. Había aprendido a contener las lágrimas de emoción, pero esa complicidad, esa energía cálida que la rodeaba, le recordó lo bien que se sentía volver a pertenecer a algo.

Mientras colocaba las flores en un florero improvisado, la puerta se abrió. El sonido fue leve, pero bastó para que el ambiente cambiara.

Un joven entró con paso sereno, sosteniendo un ramo de rosas rojas envueltas en papel blanco. Iba vestido con un traje oscuro, elegante, y una expresión que mezclaba respeto y cierta incomodidad. El murmullo de la oficina se desvaneció de inmediato.

—Disculpen —dijo el muchacho, mirando alrededor antes de detener la mirada en ella—. ¿Miryea Torres?

—Sí, soy yo —respondió, con una leve sonrisa.

—Hola, Miryea —continuó él—. No sé si me recuerdas… soy Miguel. Estudiamos juntos en el colegio.

Ella parpadeó, tratando de ubicarlo entre los recuerdos.
—Miguel… —repitió, lentamente—. Claro, me suenas.

Él asintió, aliviado.
—Trabajo con Daled ahora. Me pidió que te entregara esto. —Extendió el ramo con cuidado.

El aire pareció espesarse. Las risas se habían evaporado. Las rosas, tan rojas, contrastaban con el gris tenue del escritorio. Miryea las tomó despacio, procurando que su voz no temblara.

—Gracias, Miguel —dijo con cortesía—. Dile a Daled… que agradezco el detalle.

—Lo haré —respondió él, con una leve sonrisa triste—. Y disculpa si fue incómodo. Solo cumplo con entregarlo.

Ella asintió, sin apartar la mirada.
—Lo entiendo. Gracias por venir.

Él vaciló un segundo, como si quisiera agregar algo, pero finalmente se dio la vuelta y se marchó. La puerta se cerró con un clic suave.

Un silencio expectante se extendió por la oficina. Vanessa fue la primera en hablar, cruzándose de brazos con una sonrisa traviesa.
—¿Y ese sí era tu verdadero admirador, o también fue un complot de cumpleaños?

Las risas regresaron, más contenidas esta vez. Miryea soltó una pequeña carcajada, fingiendo ligereza.
—No, ese… no fue parte del plan —respondió, intentando sonar natural.

Por dentro, sin embargo, una corriente de emociones se agitaba: sorpresa, melancolía, un poco de ternura. Pero nada de dolor. No esa punzada aguda que alguna vez le habría dejado sin aire. Solo una leve nostalgia, como la de escuchar una canción antigua que ya no duele, pero aún se recuerda.

El resto del día transcurrió entre felicitaciones y trabajo. Al caer la tarde, cuando la oficina quedó vacía, se quedó mirando los dos ramos sobre su escritorio: uno lleno de colores y risas, otro de rosas rojas que alguna vez habrían simbolizado amor.

Se acercó a la ventana y observó cómo el sol teñía el cielo de naranja. En el reflejo del cristal, vio a una mujer distinta a la de años atrás: más serena, más firme, más suya.

—Feliz cumpleaños, Miryea —susurró para sí misma, con una sonrisa tranquila.

No necesitaba promesas, ni flores, ni recuerdos para sentirse completa. El mejor regalo estaba justo frente a ella: la mujer que había aprendido a sostenerse sola, sin nostalgia, sin rabia… y sin miedo a volver a empezar.

AGRADECIDA...




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