La noche se había instalado con su quietud serena, tiñendo de azul profundo las paredes del cuarto. Miryea se acomodó entre las sábanas, con el cuerpo rendido y el alma en una calma que no terminaba de parecerle suya. Sobre la mesa de noche, una vela desprendía un aroma tenue a lavanda, mezclándose con el vapor tibio de la infusión que sostenía entre las manos. El ramo de rosas rojas permanecía en el comedor, firme, como si esperara una decisión que ella no tenía intención de tomar.
Tomó un sorbo del té y, casi por costumbre, deslizó el dedo sobre la pantalla del celular. Revisó correos, mensajes del grupo del trabajo, saludos de amigos que aún quedaban por responder. Todo era normal, cotidiano. Hasta que apareció una notificación que hizo que su respiración se interrumpiera por un instante.
Mensaje de un número desconocido.
No necesitó mirar dos veces. Su pecho lo reconoció antes que su mente.
Daled.
El corazón le dio un vuelco, uno leve, apenas perceptible, como el eco de algo que alguna vez dolió mucho y que ahora solo dejaba un rastro suave, casi imperceptible.
Abrió el mensaje.
Hola, Miryea.
Hoy es tu cumpleaños. No quería dejarlo pasar.
Sé que no es mi lugar, pero quería decirte que siempre voy a desear lo mejor para ti.
Gracias por todo lo que fuiste en mi vida.
Disculpa si el ramo fue demasiado. Miguel me dijo que estabas bien.
Cuídate.
Miryea mantuvo el teléfono entre las manos unos segundos. La habitación pareció volverse más silenciosa. Las palabras flotaban en la pantalla con una dulzura contenida, como si vinieran desde una distancia que ya no podía acortarse.
Suspiró.
—Siempre tan correcto —murmuró para sí, con una sonrisa apenas triste.
Por un momento imaginó responder. Un simple gracias. O quizá un también te deseo lo mejor. Pero no lo hizo. No porque quedaran resentimientos, sino porque ya no quedaban pendientes.
El sonido del reloj marcó las once. Guardó el celular en el cajón, despacio, como si cerrara una puerta.
La taza de té aún estaba tibia; la abrazó con ambas manos y dejó que el calor la reconectara con el presente.
—Ya no duele —susurró, como si necesitara oírlo en voz alta.
Cerró los ojos, recordando la intensidad de lo que alguna vez fueron, los planes, las risas, los silencios compartidos. Todo aquello que un día creyó eterno y que ahora solo vivía en un rincón tranquilo de su memoria.
No respondió. No porque no quisiera, sino porque entendía que el silencio, a veces, es la forma más clara de decir “ya está bien”.
Y esa noche durmió en paz. No por lo que había recibido, ni por lo que había leído… sino por lo que ya no necesitaba volver a sentir.
Aferrada a su calma, se permitió sonreír antes de quedarse dormida, consciente de que había aprendido la lección más difícil de todas:
amar también es saber dejar ir.
AGRADECIDA...