Los días que siguieron al mensaje de Daled fueron silenciosos, pero no vacíos. En esa calma extraña que deja lo ya cerrado, Miryea se descubrió respirando distinto. No había tristeza, ni nostalgia pesada. Solo una quietud dulce, como si el alma hubiera soltado un peso invisible que llevaba demasiado tiempo cargando.
Las mañanas empezaron a tener otro ritmo. El café sabía distinto, el sol entraba por la ventana sin tanta prisa y ella, por primera vez en mucho tiempo, no sentía la urgencia de llenar el silencio. En ese espacio de calma, casi sin buscarlo, germinó una idea que llevaba años esperando su momento.
Una tarde, mientras trabajaba desde casa, cerró la laptop y se quedó mirando el reflejo de su taza vacía.
—He vivido para cumplir con todo —susurró, más para sí que para nadie—. Con metas, con plazos, con lo que debía ser. Pero… ¿qué he hecho solo porque lo deseo?
Vanessa, quien había pasado a visitarla, la escuchó desde la puerta con una sonrisa divertida.
—¿Y qué es eso tan serio que piensas? Tienes cara de estar planeando una revolución.
Miryea soltó una risa suave.
—Tal vez sí. Pero una revolución de las que sanan, no de las que destruyen.
—Eso suena profundo —respondió Vanessa, sentándose frente a ella—. A ver, cuéntame.
Miryea respiró hondo, como si al decirlo lo hiciera real.
—Quiero crear un espacio para mujeres. No solo de charlas o consejos… sino algo que toque la raíz. Donde podamos hablar de lo que no se dice: de dinero, de independencia, de reconstruirse. Quiero unir lo que sé de finanzas con lo que he aprendido sobre sanar.
Vanessa la miró en silencio, con esa mezcla de orgullo y ternura que solo tienen las amigas que han visto el proceso completo.
—“Renacer” —murmuró—. Ese debería ser el nombre.
Miryea la observó, sorprendida.
—¿Cómo lo supiste?
—Porque eso es exactamente lo que estás haciendo, Miryea. Renaciendo.
El nombre se quedó flotando entre ellas, como si el universo lo hubiera estado esperando también.
Los días siguientes fueron una danza entre entusiasmo y vértigo. Diseñó el proyecto con cuidado: sesiones presenciales, talleres virtuales, espacios de escucha. Se reunió con psicólogas, coaches, educadoras. Su jefa, al conocer la propuesta, la llamó a su oficina con una sonrisa cómplice.
—No solo te apoyo, Miryea —le dijo—. Quiero que lo hagamos juntas. Usa los recursos de la empresa para los primeros talleres. Es hora de que más mujeres aprendan lo que tú aprendiste.
Así nació Renacer.
El primer encuentro fue en una pequeña sala del centro comunitario. Las paredes eran simples, pero el aire estaba lleno de emoción contenida. Mujeres de distintas edades se reunieron en círculo. Algunas hablaban con voz temblorosa; otras simplemente escuchaban con los ojos húmedos.
—A veces —dijo Miryea, mirando a las participantes— creemos que para empezar de nuevo hay que olvidar el pasado. Pero no. El pasado no se borra, se abraza… porque es lo que nos trajo hasta aquí.
Al finalizar la sesión, una mujer mayor se acercó, con los ojos brillantes.
—Gracias, Miryea —dijo, tomándole las manos—. Pensé que a mi edad ya no podía cambiar. Pero hoy me di cuenta de que sí. Usted me hizo creer que puedo empezar otra vez.
Miryea sintió un nudo en la garganta. Le devolvió la sonrisa con los ojos húmedos.
—Nunca es tarde para volver a ti misma —respondió, con voz baja pero firme.
Esa noche, al llegar a casa, encendió una vela y miró el ramo de flores marchitas que aún reposaba sobre la mesa. Lo observó con ternura, no con dolor.
Lo tomó entre las manos y susurró:
—Gracias por lo que fuiste. Pero ya no te necesito.
Lo dejó en el balcón, bajo el aire tibio de la noche. Luego se miró al espejo: había una luz nueva en sus ojos, una mezcla de fuerza y paz.
Y entendió que su verdadera conquista no era un amor recuperado ni una herida sanada, sino la certeza de estar completa.
Porque renacer, pensó, no es volver a ser quien fuiste… sino atreverte a ser quien siempre soñaste, desde el alma.
AGRADECIDA...