Entre Nosotros, el Tiempo

Capítulo 26: Cuando creí perderte de verdad

Miguel no había dicho mucho. Solo una frase lanzada al aire, casi sin intención:
—Tu ex… se ve bien. ¿Sabías que está saliendo con alguien?

Daled levantó la vista de su portátil, frunciendo el ceño.
—¿Qué dices? —preguntó con una voz más seca de lo que pretendía.

Miguel se encogió de hombros, con una mueca neutral.
—Lo escuché en su oficina. Fui a entregarle el ramo… el que me pediste. Todos pensaban que era de su novio. Una compañera lo comentó cuando entré. No sé, parecía feliz. Eso es todo.

La frase quedó suspendida entre ambos, como un eco incómodo. Miguel trató de restarle peso y cambió de tema, pero Daled ya no lo escuchaba. Fingió una sonrisa cortés y asintió, mientras el resto de la conversación se desvanecía entre murmullos lejanos.

Esa noche, el silencio fue su única compañía. Se quedó en la sala, con una botella medio vacía y un vaso que giraba entre sus manos. La televisión estaba encendida, pero no veía nada. Solo pensaba en ella. En Miryea.

El reflejo de la luz tenue rebotaba en el cristal, deformando su rostro. Se vio a sí mismo, desaliñado, con los ojos perdidos. Y se odió un poco por ello.

—¿Qué esperabas? —murmuró en voz baja, sin reconocer el tono cansado que salió de su garganta—. ¿Que te esperara toda la vida?

Se levantó del sofá y comenzó a caminar por el apartamento, como un animal enjaulado. Cada objeto parecía tener su nombre grabado.
El florero azul que ella había elegido en una feria de artesanías.
La taza blanca con una grieta en el borde, su favorita.
El abrigo que ella olvidó una tarde de lluvia.
Todo seguía ahí, como si su presencia aún flotara entre las paredes, pero sin la calidez que ella solía dejar a su paso.

Tomó una de las fotos enmarcadas: estaban abrazados, riendo, con el viento despeinándolos en la playa. La observó largo rato, hasta que la imagen se volvió borrosa.
—Qué idiota fuiste… —susurró.

Miguel tenía razón. No necesitaba ver nada más. No hacía falta confirmarlo.
Ella había seguido adelante.
Y él… seguía atascado en la misma esquina de la historia.

El peso de los recuerdos le cayó encima sin aviso: las promesas rotas, las excusas disfrazadas de libertad, las veces que la hizo sentir sola incluso estando a su lado. Todo lo que alguna vez creyó controlar, ahora lo controlaba a él.

Se sentó en el suelo, con la espalda contra la pared, mirando el techo.
—Ella me quiso de verdad —dijo en un susurro casi inaudible—. Y yo la dejé ir.

Su voz tembló. No por tristeza, sino por el reconocimiento de una verdad que no tenía marcha atrás.
Pensó en escribirle. En marcar su número y decirle, con la voz que ella conocía tan bien: “Lo siento, aún te amo.”
Pero el impulso se apagó antes de tomar el teléfono.

—¿Y para qué? —se respondió a sí mismo—. Ya no es mi lugar.

Guardó silencio unos segundos más. Solo el sonido del reloj acompañaba la habitación.
No era rabia lo que sentía, ni celos. Era vacío. Ese tipo de vacío que deja la certeza de haber perdido algo irremplazable.

Por primera vez, entendió lo que ella sintió durante los meses en que él no estuvo.
Esa impotencia de amar sin poder hacer nada.

Tomó el vaso, lo dejó sobre la mesa y caminó hacia la ventana. La ciudad seguía viva allá afuera, indiferente a su dolor.
—Ojalá seas feliz, Miryea —dijo al aire, con la voz quebrada—. De verdad.

Cerró los ojos, y por un instante, creyó oír su risa entre el viento.
No sabía si era recuerdo o ilusión, pero sonrió con tristeza.

Porque comprendió que la verdadera pérdida no era verla con otro.
Era saber que ella ya no lo necesitaba.
Que había aprendido a vivir sin él…
y que, de algún modo, eso también era justicia.

AGRADECIDA...




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