Entre Nosotros, el Tiempo

Capítulo 29: Donde el silencio ardía

No fue planeado.
Ni una cita, ni un intento disfrazado de casualidad. Solo una conversación ligera que, entre risas y silencios cómplices, se volvió una invitación que ninguno vio venir.

—¿Y si hoy salimos a bailar, como antes? —dijo Daled, con ese tono relajado que ya no cargaba el peso del pasado.

Miryea tardó unos segundos en responder. Podía negarse, poner excusas, mantener esa distancia que tanto le había costado construir. Pero algo en su voz —esa mezcla de calma y nostalgia— le devolvió una parte de sí misma que no había sentido en mucho tiempo.

—Está bien —contestó al fin, sonriendo apenas—. Pero solo si prometes no pisarme esta vez.

—Haré lo posible —bromeó él, y la carcajada que siguió rompió cualquier resto de tensión.

Esa noche, Miryea se vistió sin pretensiones. Una blusa ligera, unos vaqueros oscuros, perfume discreto. No quería impresionar a nadie, solo sentirse bien en su propia piel. Frente al espejo, se descubrió tranquila. Había cambiado, y lo sabía. Ya no era la mujer que esperaba. Era la que decidía.

El lugar elegido era cálido, con luces ámbar y mesas de madera, música que comenzaba suave y terminaba en ritmos imposibles de resistir. Cuando Daled la vio llegar, el tiempo pareció detenerse un instante. No por deseo, sino por admiración.

—Sigues sabiendo entrar a los lugares —dijo, levantándose para recibirla.

—Y tú sigues sabiendo halagar —respondió ella con una sonrisa que desarmaba.

Bailaron. Primero con timidez, como si probaran la temperatura de un recuerdo. Luego, con naturalidad. Se rieron cuando él marcó un paso torpe, cuando ella lo corrigió, cuando el mundo pareció reducirse al sonido de una canción compartida.

El roce de sus manos fue un accidente. O eso quisieron creer. Pero después de eso, ya nada fue accidental.
Cada movimiento tenía el ritmo de algo conocido, pero distinto.
La cercanía no dolía. Tampoco asustaba.
Y entonces sonó esa canción.

La suya.
La que los había acompañado en noches de juventud, cuando el amor era torpe pero valiente.

Daled la miró sin decir nada. Ella lo sostuvo con la mirada, y sin palabras, se encontraron en medio de la pista.
Sus cuerpos se acoplaron con una suavidad que parecía memoria.
Él la atrajo hacia sí, y Miryea no se apartó.
El mundo alrededor desapareció: solo quedaba la respiración acompasada, el pulso acelerado, el eco de una historia que aún palpitaba.

Cuando salieron, la ciudad los recibió con un aire fresco, aunque en ellos quedaba el calor de la música y de algo más que no sabían nombrar.
Caminaron sin rumbo, hablando de cosas simples, riendo con naturalidad, como si el tiempo no los hubiera fracturado.

Hasta que llegaron al edificio de ella.
Miryea se detuvo frente a la puerta, lo miró un momento y dijo, con voz tranquila:
—¿Subes?

No había reto ni insinuación, solo una honestidad limpia.
Daled no respondió con palabras; su mirada bastó.

La habitación los recibió en penumbra.
No hubo prisa. No hubo seducción aprendida. Solo el reencuentro de dos cuerpos que se reconocían sin planearlo.
Las prendas fueron desapareciendo entre besos lentos, entre respiraciones que decían más que cualquier disculpa.

—No quiero que malinterpretes esto —susurró Miryea, mirándolo a los ojos.

—No lo haré —contestó Daled, acariciándole el rostro—. Esta vez, solo quiero estar presente.

Y lo estuvo.
Cada caricia fue una petición muda de perdón.
Cada suspiro, una respuesta.
No buscaban repetir el pasado, sino liberar lo que había quedado atrapado en él.

Cuando la madrugada los alcanzó, ella descansaba sobre su pecho, los latidos de ambos mezclándose en un ritmo sereno.
Él le acariciaba la espalda, sin decir nada, entendiendo que ese momento no pedía promesas, ni explicaciones. Solo respeto.

Esa noche no marcó un regreso. Tampoco un adiós.
Fue una pausa.
Una tregua entre dos almas que alguna vez se amaron demasiado y que, de algún modo, aún sabían encontrarse en el punto exacto entre el recuerdo y la posibilidad.

GRAN FINAL




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