El sol se filtraba en líneas doradas a través de las cortinas de lino claro, bañando la habitación con una calidez que olía a nuevo comienzo.
Miryea abrió los ojos lentamente, sin sobresalto. Por un momento, no supo en qué punto del tiempo estaba: la habitación conocida, el aire tibio, el leve aroma de su perfume mezclado con el de otra piel. Giró el rostro y lo vio.
Daled dormía, medio cubierto por la sábana, con el cabello desordenado y una expresión tranquila que hacía mucho no veía en él. Su respiración era pausada, casi infantil.
Ella lo observó en silencio, y por primera vez, no sintió ese nudo que antes la acompañaba. No había dolor, ni rabia, ni siquiera nostalgia. Solo quietud.
Recordó cómo, un año atrás, se había sentido rota, vacía, perdida entre lo que fue y lo que temía no volver a ser. Y ahora, mirándolo ahí, comprendió que la reconstrucción no siempre llega con euforia. A veces llega así: con calma.
Se levantó despacio, sin hacer ruido. Se puso una camisa suya que había quedado tirada en una silla y fue a la cocina.
El sonido del café al caer en la cafetera llenó el silencio con un ritmo reconfortante.
Sirvió dos tazas. Una con azúcar, como él la tomaba siempre; la otra, negra, fuerte, como a ella le gustaba.
Cuando Daled apareció en el umbral, con los ojos aún medio cerrados, Miryea ya estaba sentada en el sofá. Él se detuvo, sonrió apenas.
—Huele bien —dijo con voz ronca.
—No he perdido la costumbre —respondió ella con una sonrisa ligera, extendiéndole una taza.
Él la tomó, sus dedos rozaron los de ella por un segundo, y ambos se miraron con una serenidad que no necesitaba explicación.
—No sabía si quedarme dormido o si debía irme —murmuró él, con una sinceridad que le temblaba en los labios.
—Dormiste. Eso era suficiente —contestó Miryea, encogiéndose de hombros.
Hubo un silencio amable, de esos que no pesan.
Hablaron luego de cosas pequeñas: del clima, del tráfico, de un nuevo libro que ella había comenzado, de una conferencia que él tenía pendiente.
Nada profundo, nada cargado de segundas intenciones.
Solo dos personas que alguna vez fueron todo y ahora aprendían a ser nada… sin rencor.
Cuando terminaron el café, Daled dejó la taza sobre la mesa.
—Gracias… por esto —dijo, sin saber exactamente qué estaba agradeciendo.
—No hay de qué —respondió ella—. Fue… bonito. Simplemente eso.
Él se levantó, buscó su chaqueta y se detuvo antes de salir.
—Miryea… —su voz fue un hilo—, ¿estás bien?
Ella lo miró directamente, sin vacilar.
—Sí. Muy bien, Daled. Por fin lo estoy.
Él asintió, como si esas palabras fueran el cierre de algo que ambos necesitaban. Se acercó y la abrazó. Un abrazo largo, sereno, sin la urgencia del deseo ni la pena de la despedida.
Solo gratitud.
—Cuídate —susurró él.
—Tú también —respondió ella, soltándolo con dulzura.
Cuando la puerta se cerró tras él, Miryea no lloró. No sintió ese vacío que solía llegar después de las despedidas.
Solo respiró hondo y dejó que el silencio del apartamento se instalara, no como soledad, sino como presencia.
Caminó hacia su escritorio, encendió la laptop y abrió la carpeta de Renacer.
La pantalla se iluminó y, con ella, su sonrisa.
La vida seguía.
Pero esta vez, no era una frase de consuelo.
Era una verdad completa.
Ya no amaba a Daled. Lo quería, sí. Lo honraba como parte de su historia, pero no lo necesitaba para sentirse viva.
Su corazón, antes hecho de grietas, ahora estaba lleno de propósito.
Mientras escribía los próximos pasos de su proyecto, pensó:
"Esto es lo que soy ahora. No porque alguien me completó, sino porque aprendí a hacerlo sola."
Y así, entre el aroma a café y la luz del amanecer, Miryea entendió que no todos los finales son tristes.
Algunos son, simplemente, el comienzo de una paz ganada con amor propio.
AGRADECIDA...