Volver a estudiar no fue una decisión improvisada.
Miryea lo había pensado durante semanas, quizás meses, hasta que un día, frente a la pantalla de su computador, sintió que no había nada que perder. No lo hacía para distraerse ni para escapar, sino para crecer desde la calma que tanto le había costado alcanzar.
Se inscribió en un diplomado en Economía Internacional y Finanzas Sostenibles. La combinación perfecta entre lo que siempre le apasionó y lo que ahora movía su propósito: el impacto social.
El primer día de clases llegó con la misma ilusión que una niña que estrena cuadernos. En el aula, el murmullo de los nuevos compañeros la envolvía.
Colocó su portátil sobre la mesa, junto a una libreta con hojas en blanco y un bolígrafo azul. El aire olía a café recién hecho y a expectativas.
El profesor entró unos minutos después.
Dr. Sebastián Camargo .
Treinta y pocos, porte tranquilo, cabello oscuro con ligeros destellos de desvelo y una voz serena que llenaba el salón sin esfuerzo.
Su presencia no imponía, pero capturaba.
—Buenos días a todos —saludó con una sonrisa discreta—. Empecemos con una pregunta para romper el hielo.
Dejó unos segundos de pausa antes de continuar:
—¿Qué creen que es más peligroso para una economía en desarrollo? ¿La corrupción… o la indiferencia ciudadana?
El aula quedó en silencio unos segundos. Luego, como era de esperarse, comenzaron a surgir respuestas llenas de tecnicismos, frases repetidas de manuales. Sebastián las escuchaba con atención, sin interrumpir.
Hasta que Miryea, casi sin pensarlo, levantó la mano.
—Ambas son dañinas —dijo con calma—, pero creo que la indiferencia es más letal. La corrupción necesita de actores activos. La indiferencia, en cambio, se propaga sola… se disfraza de normalidad. Es la forma más cómoda de ser cómplice.
Algunos compañeros voltearon a mirarla. Sebastián también.
Hubo un leve brillo en sus ojos, una mezcla de interés genuino y reconocimiento.
—Esa —respondió tras unos segundos—, es una reflexión profunda. Gracias por eso, Miryea.
Ella asintió, algo sonrojada. No por halago, sino por la manera en que él lo dijo.
No sonaba a cumplido. Sonaba a respeto.
La clase continuó entre debates y ejemplos. Pero en su interior, algo distinto latía. No era atracción, al menos no todavía. Era más bien una chispa de motivación, ese pequeño impulso que aparece cuando alguien te hace sentir escuchada, comprendida.
Al final de la sesión, mientras los demás recogían sus cosas, Sebastián se acercó con discreción.
—¿Ya tienes experiencia en temas de sostenibilidad financiera? —preguntó con tono amable.
Miryea sonrió.
—Algo. Pero es más pasión que práctica.
—Se nota —dijo él, con una sonrisa leve—. Hay quienes estudian desde la razón… y otros desde el compromiso. Tú pareces de las segundas.
Ella lo miró, algo sorprendida por la precisión de sus palabras.
—¿Te interesaría unirte a un grupo de investigación que estamos formando? Estamos buscando enfoques nuevos, y creo que podrías aportar mucho.
Miryea dudó unos segundos, más por prudencia que por inseguridad. Había aprendido a no lanzarse sin mirar, pero también a no cerrarse cuando la vida le mostraba una oportunidad.
—Sí, me encantaría —respondió finalmente, y su sonrisa fue tan genuina que incluso ella la sintió distinta.
Sebastián extendió la mano, y ella la estrechó.
—Entonces, bienvenida al equipo —dijo él, con una calidez que trascendía lo académico.
Cuando Miryea salió de la universidad esa tarde, el cielo estaba teñido de un tono dorado. Caminó sin prisa, con el cabello suelto y una sensación liviana en el pecho.
No pensó en Daled. No pensó en amores pasados ni en heridas antiguas.
Solo pensó en ella.
En lo bien que se sentía avanzar.
En lo mucho que había cambiado.
Y en cómo, a veces, una simple conversación podía ser el primer paso hacia una nueva versión de sí misma.
Porque no siempre se trata de empezar una historia con alguien más.
A veces, la historia más importante…
es la que comienzas contigo misma.
Gracias...