Entre Nosotros, el Tiempo

Epílogo

El cielo de la ciudad estaba teñido de un dorado suave, el tipo de luz que anuncia el final del día y, al mismo tiempo, el inicio de algo distinto.
En la cafetería donde todo parecía siempre en calma, Miryea esperaba sentada junto a la ventana, con una taza de té humeante entre las manos.
Habían pasado dos años desde aquel proyecto de investigación. Dos años de crecimiento, de trabajo constante, de descubrimientos que no solo cambiaron su rumbo profesional, sino su forma de entenderse a sí misma.

Ya no era la misma mujer que un día se levantó con el corazón hecho pedazos.
Ni aquella que temía perderse en los recuerdos.
Ahora caminaba con paso firme, con una serenidad que se sentía en su voz, en sus gestos, en la manera pausada con la que observaba el mundo.

El sonido de la puerta la sacó de sus pensamientos. Sebastián entró, con su habitual sonrisa tranquila y esa mirada que seguía sosteniendo el equilibrio entre inteligencia y calidez. Se acercó sin prisas, con el mismo respeto de siempre, como si cada paso guardara la memoria de lo compartido.

—Llegué justo a tiempo, ¿verdad? —dijo él, dejando su maletín sobre la silla de enfrente.

—Como siempre —respondió ella, sonriendo con ternura—. Aunque admito que pensé que te ibas a retrasar… eres casi tan puntual como yo.

—Lo intento —rió él, pidiendo un café al mesero—. ¿Cómo te fue en la conferencia? Vi las publicaciones del evento, fue un éxito.

Miryea asintió, bajando la mirada por un momento, como si aún procesara la magnitud de lo vivido.
—Fue emocionante… ver a tanta gente interesada en los proyectos comunitarios. A veces olvido lo lejos que puede llegar una idea cuando se trabaja con el corazón.

Sebastián la miró con una mezcla de admiración y orgullo sincero.
—No deberías olvidarlo. Lo tuyo no es solo trabajo, Miryea. Es una manera de sanar al mundo, aunque suene grande decirlo.

Ella soltó una risa suave, casi tímida.
—¿Sanar al mundo? Creo que apenas estoy aprendiendo a sanar mis propios trozos.

—Y justo por eso —respondió él, apoyando los codos en la mesa—, es que inspiras. La gente que ha pasado por la tormenta y sigue creyendo en la luz… esa es la que deja huella.

El silencio que siguió fue sereno, acompañado solo por el murmullo del lugar y el tintinear de las tazas. Afuera, la tarde comenzaba a oscurecer, pero en esa mesa, el tiempo parecía pausarse un instante.

—¿Sabes qué es lo más curioso de todo? —dijo ella, con una sonrisa que se dibujaba despacio—. Que al final, no me quedé con lo que perdí… sino con lo que aprendí a ser sin miedo.

—Y eso —respondió él con voz baja— es lo más cercano a la felicidad que conozco.

Ella lo miró con agradecimiento. No era amor romántico lo que sentía, al menos no todavía. Era un lazo distinto, hecho de respeto, complicidad y esa compañía que llega cuando dos almas se entienden sin necesidad de más palabras.

El mesero dejó la cuenta en la mesa. Sebastián la tomó sin pensarlo.
—Hoy invito yo, por todo lo que has logrado.

—Entonces la próxima te toca dejarte invitar —replicó ella con una sonrisa desafiante.

—Trato hecho —dijo él, levantando su taza a modo de brindis—. Por los nuevos comienzos… y por las personas que aprenden a volver a sí mismas.

Chocaron suavemente las tazas, y el sonido fue simple, pero simbólico.
Miryea miró hacia la calle, donde la ciudad se encendía poco a poco con luces nuevas.
Pensó en el pasado, en las ausencias, en los silencios que alguna vez dolieron. Pero ya no pesaban.
Todo había valido la pena, incluso lo que la rompió, porque la llevó hasta allí: al presente, a su calma, a su plenitud.

Respiró hondo, sintiendo que por fin podía hacerlo sin carga, sin nostalgia.
Había cerrado un ciclo.
Y mientras se despedía de Sebastián con un abrazo largo, sincero, comprendió que la vida, con sus vueltas y pausas, siempre encuentra su manera de enseñarnos a florecer, incluso después del invierno.

Caminó hacia la calle con paso firme.
El aire fresco rozó su rostro, y en sus labios se dibujó una sonrisa tranquila.

Era libre.
Completa.
Y, por primera vez, verdaderamente en paz.




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