Agudicé la vista y el oído, conteniendo la respiración como si mi propia existencia advirtiera que lo que estaba a punto de escuchar sería algo que jamás habría querido oír. El aire del lugar se espesó, como si supiera de antemano que mis sentidos serían testigos de una verdad insoportable.
—¡No! Yo lo he comprobado todo, es ella. —La voz de Karis vibraba con un matiz de certeza y ansiedad que me erizó la piel. Caminaba de un lado a otro como una fiera enjaulada, con la energía contenida de quien está a punto de desatar una tormenta—. La ola llegó hasta el pequeño salón, no hay duda. ¡Tiene magia! Anea fue una maga poderosa, una de las más grandes que este mundo conoció. Aunque su hija haya heredado solo una fracción de esa fuerza, incluso un tercio… es suficiente. Esta es nuestra oportunidad.
Oportunidad. Así me llamaban. No Valentina, no Serín, no mujer. Oportunidad. Una palabra que dolía más que un golpe, que convertía todo mi ser en una pieza de un engranaje frío y ajeno.
—Sí, pero tu querido hijo está haciendo todo lo posible para que ella lo odie. —La voz de Mir cortó el aire como un cuchillo, seca, cruel. Se recostó en el diván con fingida indiferencia, pero sus ojos brillaban con un filo peligroso.
Karis se detuvo en seco, como si aquellas palabras hubieran atravesado las pocas defensas que todavía sostenía. La desesperación arrugó su rostro, y el peso de los años cayó sobre ella de golpe. Finalmente se dejó caer en una silla, con los hombros hundidos y el gesto apagado. Se cubrió el rostro un instante, y luego habló con un hilo de voz, frágil y quebradiza:
—Él cree que cumpliremos nuestro acuerdo. Cree que lo dejaremos ir una vez todo esto termine…
La risa cortante de Mir llenó la sala. No fue una carcajada verdadera, sino un estallido de impaciencia y burla.
—¡¿Y por qué no?! —dijo con una sonrisa torcida—. Yo me casaré con ella, y Art podrá irse a donde le plazca. Que se pierda en cualquier rincón del mundo, ¿qué más da?
Karis alzó la mirada lentamente. En sus ojos brillaba la desconfianza, un rastro de incredulidad que la hacía parecer mayor, casi anciana, como si cada decisión tomada la hubiera desgastado más que cien batallas.
—¿Cómo? —replicó con voz tensa—. La chica huirá en cuanto entienda que no corre peligro. ¿De verdad has pensado en atraparla con promesas huecas? ¿O acaso…? —se inclinó hacia él, entornando los ojos con una mezcla de desafío y miedo—. ¿Acaso has decidido hacer que se enamore de ti?
La carcajada de Mir fue breve, amarga, cargada de desprecio. No era risa, era veneno que se expandía por el aire.
—No, no lo creería jamás. Valentina dista mucho de ser tonta. Y aparte de su magia… —su boca se torció en una mueca oscura, casi demoníaca— no quiero nada de ella.
Un escalofrío recorrió mi espalda. Así hablaba alguien que consideraba a mi único amigo en este mundo. ¡Qué decepción!
—Entonces explícame —insistió Karis, clavando en él una mirada fría, cortante como un cristal quebrado—. ¿Cómo piensas conseguirlo?
Mir se inclinó hacia adelante. Sus ojos brillaron con un ardor inquietante, como brasas ocultas bajo la ceniza.
—Durante el ritual de iniciación, la haré verme como Ártidon. Ella bajará la guardia, abrirá su alma, y entonces yo tomaré lo que me corresponde: su poder.
Karis apretó los labios, pensativa, como si en su mente desfilara una lista interminable de formas en que aquel plan podía fracasar.
—¿Y si no funciona? ¿Si descubre que no eres Art?
Un destello de triunfo cruzó el rostro de Mir, la sonrisa cruel de un verdugo que saborea la sentencia antes de pronunciarla.
—En la Tierra funcionó. —Su voz rezumaba satisfacción venenosa—. No se dio cuenta en ningún momento. Caminó directo a la trampa… y casi muere por ello.
—Quizás tengas razón —dijo finalmente, en un murmullo resignado—. Si funcionó una vez, vale la pena intentarlo otra.
—No podemos desperdiciar una oportunidad así. Ella es la llave que necesitamos. Nuestra ascensión depende de ella. Y no pienso permitir que nada ni nadie nos lo arrebate.
Y la pantalla se apagó. La imagen se disolvió hasta volverse un muro oscuro y opaco. El resplandor se extinguió, dejándome sumida en una penumbra que parecía querer tragarme entera.
Me quedé inmóvil. El corazón convertido en piedra incandescente, pesado y ardiendo al mismo tiempo. El calor de las lágrimas me abrasaba las mejillas, como si fueran fuego líquido que brotaba de dentro.
Dolía.
Dolía el corazón porque la lógica no podía sostenerse. Dolía porque la poca esperanza que había albergado se consumía como un papel ardiendo. Dolía porque, de pronto, todas las piezas encajaban de la peor manera posible.
¡¡¡Los odio!!!
¿Cómo podían? ¿Cómo podían hablar de mí como si fuera un objeto? ¡Soy una persona viva! Pienso, siento, recuerdo… Y aun así se arrogan el derecho de decidir mi destino como si fuera ganado, como si no tuviera voluntad. ¿Con qué derecho? ¿Acaso porque no soy una belleza? ¿Eso les da licencia para reducirme a mercancía? ¡Malditos bastardos!
¿Y Artimir? ¡También él! Engañándome desde el principio, mirándome a los ojos mientras tejía mentiras. Y Karis, con su falso afecto de madre comprensiva. Todos. Todos me habían reducido a una incubadora, a un receptáculo de magia que podían usar a su conveniencia.
¡Pues no!
No me quebrarían. Se arrepentirían. Lo sabía con absoluta claridad, como si el fuego que ardía dentro de mí me lo susurrara. Haría todo lo que estuviera en mi poder —y aún más, si era necesario—, pero jamás sería su juguete.
La ira comenzó como un murmullo leve, apenas un cosquilleo en mi pecho. Luego creció, se expandió, se convirtió en rugido. El dolor, la humillación y la desesperanza se fundieron en una llama abrasadora que me consumía por dentro: rabia pura, sin máscaras, exigiendo venganza. El mismo dolor que me habían causado lo devolvería multiplicado.
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Editado: 20.09.2025