Entre olas y llamas

Capítulo 25. El ritual de la Llama

Art regresó. Sus manos olían a polvo y telas; su movimiento había sido rápido, casi brusco, pero definitivo.

—Espero que sepas qué hay que hacer en estos rituales —dije, plantándome frente a él. Mi voz sonaba firme, aunque por dentro el temblor seguía royéndome como un animal hambriento—. Si de verdad quieres que te perdone, demuéstralo. Porque ahora mismo, Art, no sé quién eres. No puedo confiar en ti… pero necesito tu ayuda.

Él me sostuvo la mirada. Esta vez no había desafío ni esa frialdad calculada que tanto me irritaba; lo que vi fue duda, vulnerabilidad, un temblor apenas contenido. Por primera vez, parecía despojado de sus máscaras, casi… humano.

—Créeme, no entiendo nada de lo que estás haciendo —dijo con un suspiro pesado—. Pero cumpliré lo que me pidas. Porque realmente quiero ayudarte a salir de esta y reparar el daño que te he hecho.

“Oh, qué romántico. El chico confundido que de pronto decide obedecer a ciegas… ¿o será que simplemente no sabe qué más hacer?” - pensé, pero no lo dije. Ya había suficiente fuego en la sala como para que yo añadiera gasolina.

Levanté la vista hacia el techo del templo, alto y perdido en la penumbra.

—Podemos continuar, —dije, pensando en los jefes de arriba.

La respuesta no tardó: apareció zumbido de la gente y la voz fría y protocolaria de Karis retumbó en el aire como un decreto irrevocable.

—La chica ha recuperado fuerzas. Continuemos.

Se acercó con paso solemne y, con un gesto resuelto, otra vez colocó sobre mi cabeza un velo que me cubrió la cara. El peso era casi inexistente, pero el simbolismo… ese sí que me hundía como una losa. Casarme con un hombre en quien no confiaba, aceptar una magia que desconocía y, de paso, lanzarme a una misión que bien podría devorarme viva. Era como tirarse de un precipicio con los ojos vendados… y encima aplaudir mientras caía.

—Extiende las manos, palmas hacia arriba —ordenó otra voz solemne del anciano.

Vacilé, paralizada, temiendo el regreso del dolor. No estaba lista para convertirme otra vez en carne chamuscada de sacrificio. Pero entonces oí a Art, su voz era sorprendentemente suave:

—No temas. Estoy contigo. Intentaré hacerlo despacio.

No sé por qué le creí. Quizás por el tono, quizás porque en ese instante no tenía más remedio. Le tendí las manos, aunque mi instinto gritaba lo contrario.

Sus dedos sujetaron mis muñecas, y los invitados comenzaron a entonar versos extraños, en un idioma que se enredaba como humo. Respiré hondo. “Aquí vamos, Valentina. Sacrificio número dos, cortesía de unos dioses psicópatas”.

Pero el dolor nunca llegó.

En su lugar, un calor tibio brotó en mis palmas, recorrió mis venas y se abrió paso hasta mi pecho. Al principio era apenas un cosquilleo, un pulso leve, luego más fuerte, como mariposas desplegándose desde mi estómago hasta la garganta. Era extraño, envolvente… y agradable.

Tanto, que solté una risa nerviosa. No estaba ardiendo, estaba… disfrutando.

“Genial. Yo esperando salir de aquí como churrasco humano… y resulta que siento MARIPOSAS. Perfecto, lo que me faltaba: confundir un ritual mortal con la primera cita en un parque de diversiones”.

No comprendía del todo lo que ocurría, pero en lo más hondo había una certeza instintiva: aquel ritual se parecía demasiado a la primera noche de bodas de unos recién casados. No había dolor, sino un calor dulce, íntimo, y mi cuerpo —como si hubiese estado aguardando ese instante— recibía con júbilo lo que Art me entregaba.

Entonces entendí por qué con Artimir había sido una tortura insoportable: él trataba de arrancarme lo que era mío, y mi esencia luchaba por resistir. En cambio, Art no me robaba nada; me estaba entregando su magia, y yo la aceptaba sin esfuerzo, como si siempre hubiera estado destinada a hacerlo.

Quizás lo del Vínculo no fuera del todo mentira…

El pensamiento me atravesó justo cuando el ritual alcanzaba su clímax. El tiempo se disolvió; no había segundos ni minutos, solo un latido ensordecedor que marcaba un ritmo que ya no me pertenecía.

De pronto, Art me arrancó el velo con un gesto firme, casi desafiante, y sus ojos —dos brasas encendidas en la penumbra— se clavaron en los míos. Sentí que me desnudaba el alma.

—¿Qué estás haciendo? —la voz de Karis irrumpió como un trueno lejano, molesto, pero tan distante que apenas logró sacarme de aquel trance.

—La estoy haciendo mi Valisa —respondió Art. Su voz era fuego puro, y en sus pupilas ardían llamas que parecían vivas.

—¡Detente, idiota! —rugió Karis.

—No. —La respuesta de Art fue baja, cortante, definitiva. Una sentencia.

Y entonces sucedió. No puedo describirlo con palabras humanas. Art apenas me tocaba las muñecas, pero la fusión era total. Mi piel vibraba como si miles de hilos invisibles me unieran a él. El calor me envolvía, no como un fuego que consume, sino como un incendio amable, seductor, que recorría cada rincón de mi ser.

Allí donde esperaba dolor, encontré dulzura abrasadora. Era una corriente cálida que buscaba cada hueco en mí y lo llenaba de luz. Dejé de resistir. Mi esencia se abrió, recibiéndolo con una alegría que no entendía pero que me desbordaba.

Era una contradicción perfecta: una herida que no dolía, un éxtasis tan profundo que temblé entera. En la Tierra lo habría llamado un orgasmo, sí… pero aquello iba más allá. No era solo el cuerpo: era el alma la que se estremecía, hecha añicos luminosos que, aun fragmentados, sabían que le pertenecían.

En ese instante lo supe: el Vínculo no era una excusa, ni una trampa. Era real. Y aunque lo odiara, aunque desconfiara de cada palabra suya, en ese segundo entendí que nada en el universo podría romper lo que nos unía. No sabía si era amor, magia o condena. Quizás todo a la vez.

—¿Qué… qué ha sido esto? —murmuré, con la voz rota.

—Nuestra boda. Ya eres mi Valisa delante de todos —dijo Art, mirándome como si yo fuera la única luz en esa sala oscura.




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