Entre olas y llamas

Capítulo 27. Los cambios.

Al atravesar el portal, la transición me arrancó un suspiro involuntario. Esperaba un castillo imponente o una cueva húmeda con ecos antiguos… pero lo que apareció ante mis ojos fue una habitación moderna, casi terrestre, como arrancada de un apartamento en una ciudad cualquiera.

Me quedé parada en el umbral, desconcertada.

—¿Dónde estamos? —pregunté, sin poder ocultar la extrañeza.

Art sonrió, esa sonrisa suya que siempre parece esconder más de lo que muestra.

—Esta es mi casa, en la frontera del reino de Per Sedyet —respondió con un tono sereno, casi íntimo—. Casi todos tenemos refugios personales como este, aunque muy pocos los conocen. —Se inclinó apenas hacia mí, teatral, como si recitara un secreto sagrado—. Así que has tenido el gran honor de descubrir mi escondite.

El patetismo de su gesto arrancó de mí una ceja arqueada.

—¿Te gusta tanto la vida en la Tierra? —la pregunta se me escapó antes de decidir si era prudente.

Art desvió la mirada un instante, como si se permitiera ser vulnerable.

—No todo —admitió al fin—. Pero me fascina la tecnología… y el calor humano. Vuestro mundo está lleno de contradicciones, sí, pero también de chispa. Aquí, en cambio… todo es demasiado frío, demasiado reglamentado. —Hizo un gesto vago hacia la ventana cerrada, hacia un paisaje invisible—. Falta la vida de colores.

Ese “vida de colores” se me clavó, como si no hablara solo de la Tierra, sino también de sí mismo.

—Entiendo… —murmuré, sin atreverme a profundizar. Dudaba entre interrogarlo hasta sacarle la verdad o, simplemente, rendirme al sueño que me arrastraba con fuerza.

Él lo notó, claro que lo notó.

—Veo que te desgarran las contradicciones —comentó con una sonrisa leve, pero más humana de lo habitual—. No te preocupes. Te responderé a todo, pero ahora es mejor que descanses.

—Gracias —fue lo único que pude decir. Y era sincero. El cansancio me golpeaba como un martillo: la noche casi en vela, Artimir, Karis, los dioses locales, la boda, la iniciación… una avalancha de acontecimientos que me había dejado vacía.

Art me condujo por un pasillo hacia una habitación pequeña decorada en tonos gris-rosados. Acogedora, casi minimalista, pero con un detalle que no pude pasar por alto: había algo humano en ella. Una manta demasiado suave, un aroma que recordaba a madera cálida, incluso la luz parecía filtrada para invitar al descanso.

En ese momento, nada me importó más que la cama.

Cuando Art se marchó, dudé un instante frente al espejo del baño. Mi reflejo no mostraba polvo ni heridas visibles, pero necesitaba lavarme, aunque fuera la sensación de todo lo que había pasado. El agua tibia me devolvió un respiro, como si hubiera borrado un peso invisible.

Un cuarto de hora después, limpia y renovada, me desplomé en la cama. El colchón me atrapó como un abrazo que no había pedido, pero que no quise rechazar. Me dormí al instante.

El sueño fue tan profundo que casi parecía real. Me vi nadando en una piscina olímpica, el agua azul cortada por mis brazadas rápidas. La multitud rugía desde las gradas, y yo, extrañamente ligera, avanzaba sin esfuerzo, como si cada movimiento me acercara a la gloria. Toqué la pared, levanté la cabeza y allí estaba: la medalla de oro colgando de mi cuello, el himno resonando, la euforia mordiéndome el pecho.

Y entonces alguien me sacudió la realidad. Abrí los ojos de golpe y la habitación me recibió con un abrazo húmedo. El aire olía a frío y a piedra mojada; un escalofrío me recorrió la espalda. Levanté la cabeza y casi me atraganté: el suelo estaba cubierto por agua, gotas resbalaban por las paredes y pequeñas corrientes buscaban la rendija del zócalo como si el cuarto hubiera decidido convertirse en un acuario. La cama era ahora una isla flotante.

—¿Pero qué…? —exclamé, sentada en el borde, empapada, con el edredón pegado a la piel.

En el umbral, Art me observaba apoyado en el marco de la puerta, su expresión era a medio camino entre la diversión y la travesura.

— Vaya, parece que estabas disfrutando de tu triunfo —dijo con tono burlón, como si la inundación fuese lo más natural del mundo—. Supuse que querías un escenario acorde.

Lo miré, incrédula, y mi mirada cayó en el agua que me rodeaba.

—¿Cómo lo sabes? —le espeté.

Art se encogió de hombros con esa despreocupación suya que tanto me irritaba y, al tiempo, me tranquilizaba.

—Digamos que… compartí tu sueño.

—¿Compartiste mi…? —empecé, atónita, cuando él sonrió y, con un gesto casi teatral, chasqueó los dedos.

De la nada apareció un chorro de aire caliente que me envolvió como un secador gigante. El vaho subió en nubes débiles, el agua alrededor empezó a arremolinarse hacia desagües invisibles y mi pelo, pegado a la nuca, comenzó a separarse de la piel. El calor olía a madera quemada y a limón; la habitación pasó de ser un estanque a una especie de sauna doméstica en cuestión de segundos.

—Sí, puedo hacerlo. Y menos mal que desperté a tiempo, de lo contrario habrías acabado ahogada en tu propio sueño. Tienes que aprender a controlar tu magia.

—¡¿Cómo?! —Salté de la cama, olvidando por completo un detalle crucial: anoche me había acostado desnuda, demasiado agotada como para buscar un pijama. El calor me subió al rostro en cuanto vi cómo sus ojos me recorrían.
—Ya lo creo… —rió suavemente, aunque su risa se fue apagando al examinarme con una atención que no había visto jamás en él. Su mirada no era fría ni distante, sino ardiente, casi reverente, y eso me hizo sentir tanto incomodidad como un extraño cosquilleo.

—¡Perdón! —me di cuenta de golpe de mi desnudez, y tiré de la manta para cubrirme apresuradamente.
—Mmm… perfección de diosa en carne y hueso —murmuró él, su voz ahora más baja, casi ronca.

—Antes mi apariencia no te importaba en lo más mínimo —refunfuñé, envolviéndome en la manta como si fuese armadura.
Él alzó una ceja, genuinamente desconcertado.
—¿De dónde sacaste eso? —preguntó, y la sorpresa de su tono me desconcertó aún más.




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