En el escenario, todo tiene sentido.
La música, la luz, el movimiento. El mundo se detiene cuando bailo, y por unos instantes, soy intocable. Pero cuando cae el telón, la magia se disipa, y la realidad me espera entre contratos, expectativas y sonrisas fingidas.
Dicen que mi nombre es sinónimo de excelencia. Que soy el alma del ballet europeo. Pero ahora, lo que más anhelo no es un aplauso, sino la libertad de crear algo verdaderamente mío. Mi espectáculo. Mi visión.
Y entonces llegó él.
Edward Cavendish. Magnate británico. Elegante, arrogante, insoportable.
Un patrocinador que ve el arte como un negocio y el ballet como una inversión.
La forma en que se pasea por los ensayos, opinando sin saber, con su sonrisa cínica y sus trajes perfectamente planchados… me saca de quicio.
No le gusto.
Y él, claramente, no me soporta.
Pero lo necesitamos el uno al otro.
Yo para montar mi obra.
Él… aún no entiendo qué busca realmente.
Lo único que sé, es que cuanto más intento mantenerlo a raya, más me doy cuenta de que hay algo en él que no puedo ignorar.
Y tal vez, solo tal vez, bajo su fachada de acero… haya más que un banquero frío.
Tal vez, esta historia tenga más de una coreografía que vale la pena bailar.