Élodie
La luz blanca del estudio se refleja en el suelo pulido mientras los acordes del piano llenan el aire. Respiro hondo, mis costillas se expanden contra el maillot ajustado, y dejo que la música se funda con mi cuerpo. Giro, salto, aterrizo. Todo está en su sitio. Todo, excepto mi vida.
—Une fois de plus, Élodie. Mais avec plus d’intention dans le bras gauche —me corrige Camille, nuestra ensayista principal, desde el banco junto al espejo.
Asiento sin protestar. No porque esté de acuerdo, sino porque discutir me robaría energía. Y la necesito. El estreno de mi coreografía está a solo tres meses. Tres meses para demostrar que no soy solo una bailarina obediente, sino una creadora. Una artista.
Al finalizar la pieza, una ovación silenciosa recorre el estudio: mis compañeros aplauden con sonrisas contenidas. No es cortesía. Es respeto. Lo he ganado con años de esfuerzo y disciplina. Sin embargo, ni una ovación me prepara para la noticia que Camille suelta con la sutileza de una bomba.
—El patrocinador ya está en París. Quiere asistir al ensayo esta tarde.
—¿Perdón?
—Edward Cavendish. Londres. Millonario. Excéntrico. Al parecer es el único dispuesto a financiar la producción completa. Pero tiene… condiciones.
Condiciones. Ya lo sabía. Siempre hay condiciones.
Me encierro en el vestuario durante varios minutos. No para maquillarme ni retocarme el moño. Solo para respirar. El nombre Edward Cavendish me suena vagamente. Un tipo que aparece en revistas de negocios, invitado habitual en subastas de arte. El tipo de hombre que ve en el ballet una oportunidad de inversión, no una pasión.
Perfecto. Lo último que necesito es un banquero arrogante metiendo las manos en mi obra.
Cuando finalmente lo veo, está apoyado contra el marco de la puerta del estudio, vestido con un traje azul marino impecable y una expresión que mezcla aburrimiento e ironía. Alto, inglés, con mandíbula afilada y esos ojos grises que parecen analizar todo con frialdad clínica.
—Señorita Marchand —dice, con un acento británico perfectamente contenido—. Es un placer conocer a la mente detrás de esta… ambiciosa propuesta.
Ambiciosa. No "bella". No "prometedora". Ambiciosa. Me trago una respuesta sarcástica.
—Señor Cavendish. Espero que el placer sea mutuo.
—Todavía estoy decidiéndolo.
Y así comienza nuestra colaboración.