Élodie
—¡No pienso cambiar la coreografía ahora! —grito. No suelo alzar la voz, pero esta vez se escapa.
Camille, una de mis solistas más experimentadas, me mira con los ojos húmedos. Acaba de anunciar su renuncia por una lesión que no podrá ocultar más. Una vértebra comprometida. No podrá bailar durante meses.
—Lo siento, Élodie. No puedo arriesgar mi cuerpo otra vez.
Asiento. No le guardo rencor. Pero eso no alivia el hueco que deja.
El resto del elenco está tenso. La presentación previa al estreno está en duda. El presupuesto, cada vez más apretado. Y Edward… no ha dicho nada en todo el día.
Hasta que me acerco, con los nervios hechos nudos, y él extiende un dossier.
—Llamé a un par de compañías asociadas. Conozco una bailarina en Ámsterdam. Discreta. Talentosa. Está disponible.
Lo miro con suspicacia.
—¿Arreglaste esto sin consultarme?
—No. Solo abrí puertas. Tú decides si las cruzas o no.
Por primera vez, me doy cuenta de que no intenta arrebatarme el control. Solo está intentando ayudar. A su manera. Sin alardes. Sin invadir.
Horas después, cuando todos se han ido, repaso el video de la candidata. Es buena. Muy buena.
Suspiro, y le envío un mensaje.
“Acepto. Pero la decisión final será mía.”
Dos minutos después, su respuesta llega:
“Siempre lo ha sido.”
Y, por alguna razón, esa simple frase me deja el pecho apretado.