Élodie
Nunca pensé que volvería a gritarle en plena sala de ensayo. Y, sin embargo, aquí estamos.
—¡No tenías derecho, Edward!
El telón no está bajado. Algunos bailarines aún ensayan al fondo, intentando fingir que no escuchan. Pero no me importa.
Él no se inmuta. Eso es lo que más me enerva.
—Solo salvé el espectáculo.
—¿Al modificando MI escena final sin consultarme?
Edward contrató a un coreógrafo alternativo para “ajustar” el acto final, alegando que el ritmo no funcionaba con los nuevos arreglos de luz. Sin preguntarme. Sin siquiera advertirme.
—¿Tanto te cuesta confiar en mi visión?
Él aprieta la mandíbula.
—No. Me cuesta confiar en que no dejes que tu orgullo arruine todo lo que has construido.
La frase me atraviesa como una daga.
—Entonces no tienes nada más que hacer aquí.
La sala entera se detiene.
—Estás fuera del proyecto —le digo. Mi voz no tiembla. No esta vez—. Te agradezco lo que aportaste, pero no necesito más interferencias.
Durante unos segundos, pienso que va a discutir. Que va a pelear.
Pero solo se da vuelta, toma su abrigo y se va.
Sin una palabra.
La puerta se cierra como un disparo.
Y, en cuanto lo hace, siento que he ganado algo.
Y perdido algo mucho más importante.