Élodie
La noche del estreno ha llegado.
Y no puedo respirar.
Los bailarines se visten en silencio. La atmósfera está cargada de expectativa. La orquesta afina, el director técnico revisa luces, y yo... camino entre bastidores como un espectro.
Lo conseguí.
Monté el espectáculo de mis sueños.
Pero hay una silla vacía en la platea. No lo he visto desde aquella discusión. No respondió mis mensajes. No sé si me odia, si se arrepiente, si aún me recuerda.
El telón sube.
Todo desaparece.
El movimiento me salva, como siempre. Cada paso, cada giro, cada nota es mi refugio. No hay lugar para dudas en el escenario. Solo cuerpo, emoción y entrega.
El final llega. La escena crucial. Esa que él quiso reescribir.
Y entonces lo veo.
En la penumbra del palco lateral, de pie, con el rostro tenso y las manos unidas.
Edward.
Mis músculos tiemblan por un instante. Pero no paro. Bailo con más fuerza. Más verdad. Para mí. Para él. Para todo lo que perdimos.
Cuando cae el telón, los aplausos son ensordecedores.
Salgo al pasillo trasero, entre flores, abrazos, y cámaras que buscan la exclusiva del año. Me escapo, jadeando, hasta una salida lateral. Necesito un respiro.
Él ya está allí. Esperando. Sin palabras.
—Lo lograste —dice, simplemente.
—Lo logré porque tú ya no estabas —respondo. Su rostro se tensa. Pero yo continúo—. Y, sin embargo, te extrañé en cada ensayo.
Una pausa larga.
—No vuelvas como mecenas —digo—. No necesito un inversor.
—No vengo como tal —responde, bajando la mirada—. Vengo como alguien que... no sabe vivir sin ti.
Sus palabras no son perfectas. No son teatrales. Son reales.
Y por primera vez desde que lo conocí, no intenta tener la razón.
Solo intenta estar conmigo.
Y esta vez, yo no lo detengo.