Después de llegar a casa, me quité las zapatillas, me puse la pijama, lavé la cara y me dejé caer en la cama. Estaba agotada, y los años empezaban a pasar factura en mi espalda.
Por la mañana, la rutina fue la misma. Me levanté, tomé una ducha, me arreglé y preparé un café. Con mi taza favorita en la mano, revisé que todo estuviera en orden dentro de mi bolso. Fue entonces cuando noté algo extraño; la tarjeta que me había dado la anciana seguía allí.
—Que raro... —murmuré —. Estoy segura de que Amanda ayer tiró la tarjeta.
El teléfono comenzó a sonar. Me levanté de inmediato y atendí la llamada.
—¿Aló?
Del otro lado de la línea escuché la voz de Norma, la señora que cuidaba de mi madre mientras yo trabajaba. No vivía con ella, la provincia no ofrecía tantas oportunidades como la ciudad, así que tuve que mudarme aquí.
—Mi niña... —su voz sonaba temblorosa.
Un escalofrío recorrió mi espalda.
—¿Pasó algo con mi mamá? —pregunté con urgencia.
—Se puso muy mal. La encontré en el suelo. Su medicamento se acabó, y... ya la llevaron a urgencias. Por ahora está en reposo.
Sentí que mi corazón volvía a latir con esas últimas palabras.
—Pero... necesita otro tratamiento. Tiene daño pulmonar. El doctor dijo que está avanzando y si no se consigue la medicina pronto, podría empeorar...
Sentí como mi pecho se apretaba. La voz de Norma comenzó a alejarse en mi cabeza, como si la escuchara desde otra habitación. Sentí un nudo en la garganta, y mis pensamientos se volvieron un torbellino de desesperación.
—Norma... —Mi voz sonó apagada, distante, como si no fuera mía —. Debo ir a trabajar.
La vacuidad en mi respuesta me sorprendió. Me di cuenta de que no tenía ni idea de cómo enfrentar la situación. Estaba atrapada en un mar de deudas, mi mamá lejos, mi vida al borde de la quiebra.
La rabia subía desde lo más profundo de mi ser. Mi celular vibró y vi el mensaje de Éliat:
"No olvides pasar por mi espresso. No llegues tarde, que el proyecto necesita correcciones y lo necesito hoy".
La sangre me hervía y me quemaba por dentro. El enojo, la frustración, todo me envolvía. Quería tirar el teléfono, gritar, llorar, pero sabía que no podía.
Revisé mi correo con la esperanza de encontrar una luz, una respuesta sobre la vacante a la cuál había aplicado. Pero solo encontré a la nada. No había nada. Ni siquiera en el spam.
Miré al techo de mi apartamento, buscando alguna respuesta, algún atisbo de esperanza o quizás una divinidad que me ayudara a salir de todo esto. Pero una gota fría cayó sobre mi cara:
¡El techo tenía humedad! ¿Desde cuándo? ¡¿Cómo?!
El coraje me llenó de un calor insoportable. Mi mente estaba desesperada. Miré la tarjeta sobre la mesa, y las palabras de la anciana llegaron a mi mente.
—"Yo tengo la solución para lo que deseas..."
Lo que más deseaba... ¿Realmente que era lo que más deseaba?
Bueno, lo primero que vino a mi mente fue darle una pata a mi jefe y que saliera volando.
Pero en el fondo, lo que más deseaba era algo más profundo. Un trabajo donde pudiera ser valorada, dónde pudiera ayudar a mi mamá a tener una vida mejor, para sacarla de la miseria en la que había dejado mi propio egoísmo.
Volví a tomar la tarjeta. No quería, pero lo hice. Cuando me dirigí hacia la puerta para salir, vi la cabeza de mi casero asomar por la ventana.
Rápidamente volví a entrar y cerré la puerta con seguro. Me tapé la boca para no hacer ruido, y escuché sus golpes secos resonando en la puerta segundos después.
—Ileana... —menciona mi nombre con su voz profunda y firme, mientras golpea la puerta con su palma.
—Soy el señor Ramiro. Vengo por la renta de este mes y la del pasado —volvió a golpear, más fuerte esta vez.
El casero tenía unos 76 años, pero era el más terco y enojón que había conocido. Siempre andaba rondando, buscando a sus inquilinos para cobrarles, con su cabeza blanca y sus gafas que lo hacían parecer inofensivo. Pero no había nada más lejano de la realidad.
—Señor, Ramiro —escuché la voz de la señora Imelda, mi vecina, una anciana de 87 años. —Ileana ya no está.
—¿No será que no quiere pagarme y se está escondiendo? —el tono del casero era implacable.
—Yo acabo de verla salir —La señora Imelda estaba convencida de lo que decía, pero ella sufría de un trastorno de confabulación, creía en las memorias y los eventos que se mezclaban en su mente, creando realidades que no eran. Y esa realidad la hacia parecer tan segura de si misma.
Suspiré, sabiendo que no podía hacer nada para evitarlo. Pero la calma vino de un lugar extraño; el pensar que el casero había caído en la confusión de la señora Imelda.
—Ni modo que se quede esperándome —dije en voz baja, como si mi propia resignación pudiera apaciguar la situación.
—Pues la esperaré aquí. Ni modo que no regrese —escuché al casero decir, desafiante.
Miro al techo nuevamente, preguntándome en silencio: "¿Por qué a mí?" Estaba claro que él iba a esperar horas. Y yo no podía quedarme allí.
Me quité las zapatillas y abrí la ventana con cautela. Vivía en el primer piso (gracias al cielo). Pase una pierna y al querer salir completamente, mi media se atoró en un clavo de la ventana. El pánico se instaló en mi cuerpo.
—¡Psst! —le dije a un niño que se acercaba con su bicicleta —¿Me pasas esa ladrillo?
El niño se detuvo, y comenzó a reírse. Mi rostro se tensó, y el coraje creció en mi pecho
—¿Qué te pasa, eh? ¿No te han enseñado a respetar a tus mayores? —Apenas y las palabras lograron salir del esfuerzo que estaba haciendo por alcanzar al niño, pero él seguía riendo.
No paraba de burlarse de mí, y yo intentaba mantener la calma. Si el señor Ramiro me veía, se quedaría allí, y mi única salida sería pagarle, lo que no podía hacer.
—¡¿Qué haces aquí niño?! —escucho la voz del señor Ramiro. Sus pasos acercándose me hicieron entrar en un cúmulo de desesperación.