Entre Planos y Corazones

4

La puerta del pequeño cuarto se cerró de un portazo, y por fin Jareth pudo soltarse la careta que llevaba puesta todo el día. Esa sonrisa de mierda, ese tipo amable y carismático que todos esperaban que fuera… se desvaneció tan rápido como el último rayo de sol que entraba por la ventana.

El ruido de la puerta cerrándose tras él lo devolvió a un lugar oscuro y remoto de su memoria, donde el tiempo parecía haberse detenido, atrapado en ecos de risas crueles y golpes sordos.

Recordó la primera vez que pisó ese maldito colegio, un sitio donde la palabra “bienvenido” nunca llegó a existir. Apenas entró, sintió las miradas como cuchillas clavándose en su espalda. Ni siquiera habían esperado que pudiera tener una oportunidad.

La voz chillona de un grupito de idiotas resonó en los pasillos.

—¡Mira, el nuevo bicho raro! —gritaron, mientras varios se acercaban para cercarlo.

“¿Qué coño querían de mí? Ni siquiera había dicho una palabra y ya querían destrozarme”, pensó Jareth, sintiendo cómo la adrenalina disparaba su corazón. El aire se volvió pesado, como si el mismo ambiente conspirara para aplastarlo.

Lo primero fue el apodo: “El desecho”. Eso y los empujones constantes, las bromas crueles que le arrancaban la poca dignidad que le quedaba. Le tiraban las cosas, le escupían en la cara, lo dejaban solo en el patio mientras todos se reían y jugaban.

Recordó ese día en el vestuario, cuando se cambió para la clase de educación física y uno de esos bastardos le arrancó la camiseta, dejando a la vista un torso flaco y lleno de marcas. La humillación fue insoportable.

—¿Quieres que te den otra paliza? —le susurró el líder, con una sonrisa torcida—. Mejor que aprendas a agachar la cabeza, cagón.

Jareth recordó cómo en ese momento sintió que todo dentro de él se partía en dos. “¿Por qué? ¿Qué hice para merecer esto?”.

Pero en lugar de romperse, se prometió algo a sí mismo: nunca más sería ese chico débil. Nunca más dejaría que lo pisotearan. Construiría una armadura, una máscara que nadie pudiera traspasar.

El bullying no fue solo físico; era el constante desprecio, el aislamiento, la invisibilidad forzada.

Los días eran una tortura. En las clases, los profesores no veían nada, o no querían ver. “Están todos en sus mundos de mierda”, pensaba con rabia.

Cuando intentaba hablar, sus palabras eran ignoradas o ridiculizadas. Nadie lo defendía. Nadie importaba.

Pero había un momento, al final de cada día, cuando se sentaba solo en un banco del patio trasero y soltaba toda la mierda que llevaba adentro. “Malditos todos”, pensaba, apretando los puños hasta que las uñas le dolían.

Y en esa soledad, decidió que si el mundo no le daba nada, él lo iba a tomar a la fuerza. Que sería mejor fingir ser alguien que no era, que era más fuerte, más listo, más peligroso.

El recuerdo volvió a la actualidad con fuerza, dejando a Jareth con la boca seca y un nudo en la garganta.

“No voy a volver a ser ese pendejo”, se prometió, apretando el cuaderno contra su pecho.

Se dejó caer en la cama, mirando al techo con los ojos entrecerrados. La cabeza le hervía con mil pensamientos. “Maldito día de mierda”, pensó, soltando una risa amarga. “Y encima esa jodida rubia que se cree la reina del mundo, serpenteando por ahí como si tuviera todo controlado. ¿Quién se cree?”.

Recordó cómo la había visto entrar por primera vez, con esa cara de aburrida, casi invisible, y luego… pum, como una bomba sensual que te arrastra sin pedir permiso. “La puta que la parió, está rota o qué”, masculló para sí. “Cambiar de personaje así, sin avisar, como si fuera un puto juego. Me saca de quicio”.

Pero joder, no podía negar que le había gustado. Que había algo en esa manera segura y despreocupada de agarrarlo del brazo, de retarlo con esas palabras sucias y esa risa que le perforaba el cráneo.

“Y yo aquí con esta careta de mierda, pretendiendo ser el tipo confiado y sin problemas”.

Se levantó de la cama y caminó hacia la ventana, apretando los puños. “No tengo ni puta idea de qué quiere esta loca conmigo, pero mierda, no voy a dejar que me la pasen cagando. No soy un pendejo ni un títere”.

Miró la calle vacía, con las luces tenues y el eco lejano de un motor de moto, y pensó en la moto de Seren, brillante y potente, símbolo de todo lo que él no tenía. “Ella con su mundo de mierda caro, y yo aquí jodiéndome para llegar a fin de mes en un cuartucho que parece una jaula”.

Pero también pensó en la mirada que le había lanzado, esa chispa de desafío y complicidad que le había hecho olvidar todo lo demás por un instante. “Quizá no esté tan sola como parece, y tal vez yo tampoco”.

Volvió a la cama y agarró su cuaderno, ese refugio donde soltaba toda la mierda que no podía gritar en voz alta. Con la mano temblorosa, escribió una sola línea, negra y sin adornos:

“No soy el tipo que quieren ver. Soy el que realmente soy, y que se jodan los demás.”

La noche seguía su curso, oscura y silenciosa, pero dentro de Jareth ardía un fuego nuevo: un fuego de venganza contra sus demonios, y de esperanza por lo que aún podía construir.

La noche no era oscura en su mente. Era roja.

Roja como el locker que le cerraron en la cara. Roja como la sangre que le brotó de la ceja al caer. Roja como el calor en su pecho que no venía de ningún lugar físico, sino de un odio crudo y ácido que le corroía las entrañas incluso mientras dormía.

Estaba allí de nuevo. Ese maldito vestuario.

El piso de cerámica blanca, las toallas tiradas, el olor a sudor mezclado con cloro barato. Y ellos. Siempre ellos.

—¿Te crees muy rudo ahora, basura? —escupía uno. Su cara era borrosa, como si su memoria no quisiera conservarla. Pero sus puños, no. Eso no se olvidaba.

El primer golpe siempre era el peor, no por el dolor, sino porque era el que confirmaba que otra vez no había escapatoria.

Lo sujetaron del cuello de la polera, lo arrastraron hacia la ducha abierta, lo empujaron contra la pared helada. Jareth sentía el agua cayendo sobre su cuerpo, ropa y todo, mientras los demás reían.




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