El comedor del colegio era una obra de arte en sí misma. Techos altos, ventanales gigantes, mesas pulidas de madera oscura, sillas acolchadas, todo bañado por una luz dorada que entraba como en comercial de hotel cinco estrellas. En una esquina, una estación de sushi fresco; en la otra, comida tailandesa. Había pasta artesanal, carnes a punto perfecto, jugos prensados, postres que parecían de pastelería francesa.
Y sin embargo, para Jareth, todo sabía a mierda.
Estaba sentado con el grupo de siempre: Jessie, Aisling, Paul, Franco y Laura. Cada uno con su bandeja llena de platos dignos de revista gourmet. Nadie decía nada. Picoteaban sus comidas como si fuera tarea. No había chistes, ni memes, ni peleas teatrales por el último mochi. Solo el sonido de cubiertos y el murmullo lejano de los otros estudiantes.
Era el segundo día sin Seren.
Jareth partía su croissant de salmón ahumado con una expresión muerta, mientras miraba la entrada del comedor por quinta vez en los últimos dos minutos.
Nada.
Nadie.
Ningún rastro de ella.
—¿Entonces…? —soltó Jessie de pronto, con tono forzadamente casual—. ¿Alguien más notó que el cheesecake de maracuyá está más ácido que antes?
—A mí me encanta —dijo Aisling sin mirarla—. Está perfecto.
Paul levantó la vista del celular y forzó una sonrisa.
—Al menos no está tan dulce como la mousse de ayer. Casi me da diabetes.
Nadie se rió.
Jareth tragó con dificultad. No sabía si era por el salmón o por la tensión que colgaba en el aire.
—¿Alguien sabe algo de Seren? —soltó, de golpe—. ¿Dónde está? ¿Qué le pasó?
Y como si el tiempo se detuviera, todos en la mesa lo miraron. Y luego bajaron la vista, como si no hubieran escuchado bien.
—¿Nada? —insistió Jareth, escaneando cada rostro—. ¿No ha escrito? ¿No les ha dicho nada?
Franco hizo un gesto con los hombros.
—No es eso...
—¿Entonces qué es?
Jessie clavó el tenedor en un ravioli con más fuerza de la necesaria.
—No es algo que podamos decir nosotros.
Jareth frunció el ceño.
—¿Qué significa eso? ¿Está bien o no?
Laura tragó saliva.
—Sí, está bien. Al menos… eso creemos. Pero no nos corresponde hablar.
Paul asintió, sin levantar la vista del vaso.
—Tiene que ser ella quien te lo diga.
—¿Decirme qué?
Otro silencio. Esta vez, más tenso. Jareth sentía que le vibraban los oídos.
—¿Qué carajo pasa? —preguntó—. ¿Por qué nadie dice nada? Es como si desapareciera de la faz de la tierra y ustedes solo se encogieran de hombros. ¿No se supone que son sus amigos?
—Y por eso mismo —dijo Jessie, mirándolo directo—. Porque somos sus amigos.
—Eso no tiene sentido.
—Lo tiene para ella —dijo Aisling, en voz baja—. Y eso es lo que importa.
Jareth respiró hondo, conteniéndose. Sentía esa rabia frustrada que no podía soltar porque no había un culpable claro.
—Ayer vi a alguien… —dijo, de repente—. En el edificio de arquitectura. Un tipo. Polerón gris con capucha, jeans, botas militares, jockey negro. Me pareció… no sé. Me recordó a ella.
En la mesa, una vibración invisible pasó como corriente eléctrica.
Paul levantó la cabeza demasiado rápido.
—¿Lo viste? —preguntó, antes de pensar.
Jessie le pegó con el codo.
—¿Quién era? —preguntó Jareth, captando la reacción.
—No lo conocemos —dijo Franco enseguida, demasiado rápido para ser creíble.
—¿Seguro?
—Debe ser uno de los alumnos de intercambio —añadió Laura—. O alguien que entró este semestre. Hay muchos con ese estilo.
Jareth los miró a todos. Cada uno se esforzaba por no sostenerle la mirada. Se estaban conteniendo. Era evidente.
—Mienten pésimo —dijo él, con voz neutra.
Jessie suspiró.
—No estamos mintiendo. Solo… no podemos ser nosotros quienes lo digamos. Tienes que esperar a que ella te lo cuente. Cuando esté lista.
Jareth se pasó las manos por la cara. Sentía el nudo en la garganta, uno que venía arrastrando desde la mañana.
—¿Y si no quiere contármelo?
—Va a hacerlo —dijo Aisling—. Créenos.
—Es difícil confiar cuando todos los que la conocen se están callando cosas.
—Ella confía en ti —dijo Jessie, más firme—. Por eso te está protegiendo. De alguna forma, aunque no lo veas así.
—No necesito que me proteja —respondió él—. Solo quiero saber la verdad.
Nadie contestó.
Jareth se levantó. La bandeja con el almuerzo intacto quedó sobre la mesa. El cheesecake, el sushi, la carne de wagyu en salsa de trufa... Todo eso, y ni una pizca de sabor.
—Voy a encontrarla —dijo—. Así no quiera que la encuentre. Así no me quiera ver.
Y se fue, con pasos decididos, dejando tras de sí el murmullo ahogado de los que sabían demasiado… y no podían decir nada.
…
Jareth cruzó el patio interior con las manos en los bolsillos, el cielo aún despejado por la ventana de vidrio que unía los pasillos principales con el ala de talleres. El edificio de arquitectura tenía algo que lo hacía sentirse… distinto. No solo por cómo estaba construido, con sus muros de concreto pulido y luces LED empotradas en las esquinas como si estuvieran en un centro de innovación, sino porque era su lugar. Su favorito. Su escape.
No podía explicarlo bien, pero cada vez que ponía un pie ahí, algo en él se calmaba. Aunque solo fuera por una hora.
El laboratorio era una bestialidad: mesas de diseño digitales, brazos robóticos de precisión, escáneres 3D, impresoras para maquetas, proyectores de hologramas, y hasta una sección de realidad aumentada. Todo ordenado como si lo hubieran montado para una película de ciencia ficción. Era la joya del colegio, y Jareth lo sabía desde el primer día que investigó este lugar. Fue por eso que aplicó. Lo convenció más que cualquier otra cosa.
Era como si el mundo entero —el verdadero— quedara afuera cuando entraba allí.
Empujó la puerta de acceso con su tarjeta y se sintió, como siempre, un poco más él.