Entre Planos y Corazones

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La puerta de mi habitación se cerró con un clic suave, y por fin tuve un momento solo para mí. Mi refugio secreto. Aquí nadie exigía que fuera “normal”. Ni siquiera yo misma.

Me tiré en la cama, esa cama gigante con sábanas de seda que parecen suaves como nubes (porque, claro, soy una niña de papá). Pero no era solo la comodidad lo que me hacía suspirar, sino la sensación de que, por fin, podía ser yo, sin máscaras, sin disfraz.

A veces pienso que mi mente es como una montaña rusa que nunca se detiene. ¿Saben esa ciclotimia? Sí, yo la tengo. Para quienes no saben, es como tener el control remoto de tus emociones en modo shuffle. A veces estás arriba, llena de energía, como una bomba a punto de explotar de alegría y creatividad; otras, estás tan abajo que te preguntas por qué alguien puso el modo pausa en tu vida.

Pero aquí está el truco: para mí, esa montaña rusa tiene sus momentos brillantes.

En mis días “arriba” —los que algunos llaman “maníacos”— soy la reina del mundo. Puedo pasar horas creando bocetos para mi futuro estudio de arquitectura, inventando proyectos locos, soñando con edificios que desafían la gravedad y las reglas. Esos días donde el café es un mito porque no necesito dormir ni un segundo. ¡Soy un torbellino! Y me encanta.

Pero en mis días “abajo”, cuando las sombras parecen más largas y el ánimo baja como un globo desinflándose, aprendo a ser paciente conmigo misma. No es fácil, pero descubrí que puedo encontrar belleza incluso en esos momentos. Como cuando me quedo mirando por la ventana y veo cómo las hojas bailan con el viento, o cuando mi gato decide que soy su lugar favorito para esconderse.

Mi familia sabe que a veces soy un enigma. Que puedo ser dulce y explosiva en la misma conversación, que a veces me pierdo en pensamientos que ni siquiera sé cómo explicar. Pero nunca me han juzgado. Eso ayuda mucho.

Lo que más me gusta de todo esto es que nadie puede decirme que debo ser una sola cosa. Que debo elegir entre ser una persona “normal” o “con problemas”. Porque yo soy un poco de todo. Soy luz y sombra, caos y orden.

Mientras me recostaba, mi mirada se posó en el armario secreto que construí en el fondo de mi habitación. Ahí están todas mis versiones: ropa masculina, femenina, sensual, casual… cada conjunto una declaración de quién quiero ser en ese momento. Porque la vida no es un traje de una sola talla, y yo tampoco.

A veces me pregunto cómo sería si pudiera explicarle todo esto a Jareth. Si pudiera contarle que no soy solo esa chica que ríe, que coquetea, que domina la escuela. Que también soy ese chico callado con uñas pintadas, que a veces se esconde para no sentir tanto.

Pero sé que llegará el momento. Solo necesito estar lista.

Por ahora, me quedo aquí, con mi mente que no para, con mis emociones bailando salsa y tango sin avisar, y con el conocimiento de que, aunque este viaje sea una locura, es mío. Y eso es suficiente para sonreír.

Mientras mis pensamientos giraban sin freno, me di cuenta de algo: vivir con ciclotimia no es solo un reto, también es una especie de superpoder. Suena loco, ¿no? Pero piénsalo: puedo sentir todo con una intensidad que muchos no alcanzan. La tristeza, la alegría, la rabia, la euforia… son colores que pintan mi día a día en tonos que nadie más ve.

Claro, eso significa que a veces me convierto en una especie de volcán en erupción, y otras en un lago tranquilo donde nadie quiere pescar. Pero eso también me hace única. Soy como una obra de arte en constante cambio, impredecible y fascinante.

Me gusta pensar que mi mente es una ciudad que nunca duerme, con calles luminosas y barrios oscuros, pero donde siempre hay movimiento. Y en medio de todo, estoy yo, tratando de entender mi mapa sin perderme.

No puedo negar que, a veces, me da miedo que alguien me vea realmente. No la versión que todos adoran, ni la que oculta secretos con risas y palabras rápidas, sino la verdadera Seren, con sus altibajos, sus dudas, sus inseguridades que nadie imagina. ¿Qué pasaría si Jareth viera eso? ¿Si decidiera que soy demasiado para él?

Pero entonces recuerdo que la vida no es una línea recta. Que las personas más interesantes son las que tienen curvas y grietas, no las que pretenden ser perfectas. Y yo, con todos mis tonos y sombras, soy perfecta en mi imperfección.

Así que dejo que mi mente siga ese ritmo, que baile con mis emociones, que me lleve a lugares inesperados. Porque aunque a veces no sepa dónde estoy, sé que siempre estoy en movimiento.

Y eso… eso es libertad.

A veces, cuando estoy sola en mi habitación, me llegan recuerdos como si fueran pequeñas luciérnagas en la oscuridad. Brillan un segundo, apenas, pero dejan una estela. Y hay uno que siempre vuelve, como si no quisiera ser olvidado.

Tenía seis años. Mi mamá me había comprado una libreta de tapas rosadas con un unicornio en la portada. Yo juraba que esa libreta tenía magia. Me sentaba en el patio, bajo la sombra de los naranjos que mi papá había mandado a plantar, y escribía todo lo que pensaba. Cosas sin sentido, a veces solo palabras repetidas, otras veces dibujos de personas que solo existían en mi cabeza. Y cuando terminaba una página, sentía que el mundo tenía más orden. Que yo tenía más orden.

Mi mamá solía sentarse cerca, con un libro en las manos, pero siempre mirando de reojo. Me decía que yo era distinta, pero no de una forma triste. “Eres como una estrella que no cabe en el cielo”, me dijo una vez, y yo no entendí del todo. Pero sonaba bonito. Me lo creí.

También recuerdo a mis hermanos más pequeños corriendo por el jardín, mientras yo los miraba desde mi rincón. Ellos eran tormentas pequeñas, caóticas y risueñas. Yo, en cambio, era más como el viento antes de la lluvia. Callada. Cargada. Pero cuando me reía, lo hacía con todo el cuerpo, y eso a veces los asustaba. A veces se detenían solo a mirarme, como si yo fuera un fuego que no sabían si tocaban o no.




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