El sol apenas había empezado a colorear los bordes del cielo cuando Seren abrió los ojos. No fue una mañana cualquiera. Lo supo de inmediato por la vibración eléctrica que sentía bajo la piel. Esos días en los que el mundo se le abría como un escenario, y ella era la estrella. Una estrella caprichosa, brillante, deliciosamente compleja.
Se estiró como una gata entre las sábanas suaves de lino rosa pastel, echando una mirada rápida a su enorme habitación con paredes crema y muebles blancos de líneas curvas. Su armario la estaba llamando. Literalmente: su sistema automatizado ya tenía encendidas las luces tenues del vestidor y una suave música chill-pop flotaba en el aire. Como si la casa supiera que hoy quería jugar a vestirse como si el mundo la mirara, aunque no lo hiciera.
Se levantó, aún en pijama, y caminó descalza sobre la alfombra mullida. Al entrar en el vestidor, el espejo inteligente se encendió y le ofreció algunas sugerencias de atuendo. Ella las ignoró. Hoy quería decidir por sí misma.
—Blanco —murmuró, pasando la yema de los dedos por una hilera de blusas colgadas con precisión quirúrgica—. Quiero verme como una nube peligrosa.
Sus dedos se detuvieron en una blusa blanca de gasa, ligera como un suspiro, que caía de un solo hombro con naturalidad elegante y un toque provocador. Al alzarla, notó cómo la tela capturaba la luz del sol filtrada por las ventanas. Sonrió. Sí. Esa.
La combinó con unos pantalones tipo cargo, ceñidos al cuerpo, de un blanco puro que resaltaba el tono dorado de su piel. En su mente, la combinación era una declaración silenciosa: "Sé exactamente quién soy, y no necesito decirlo en voz alta".
Abrió el cajón de la ropa interior con un suspiro melodramático y eligió un brasier rosado con encaje, perfectamente visible bajo la blusa translúcida. No era vulgar, no para ella. Era arte. Era intención.
Las sandalias rosadas que eligió tenían un tacón cuadrado bajo, cómodo pero estiloso, a juego con su ropa interior. Su perfume favorito: una mezcla floral con notas de vainilla y durazno, delicado pero adictivo, como una promesa.
Mientras se maquillaba, su rostro cambió ligeramente. Pasó de la Seren que solo su almohada conocía, a la versión que el mundo esperaba. Delineado suave, labios con un brillo apenas rosa, y el cabello recogido en un moño alto y suelto que dejaba mechones jugando alrededor de su rostro.
Se miró en el espejo. Se gustaba. Y eso bastaba.
Bajó al garaje, donde su moto la esperaba como una fiera domada. Rosa, veloz, preciosa. Le puso el casco decorado con detalles metálicos y se subió con esa seguridad que parecía haber nacido con ella. Encendió el motor y el rugido fue casi terapéutico. Un aviso al mundo de que ahí iba ella.
El trayecto al colegio fue rápido, como siempre, pero esta vez lo disfrutó más. El aire fresco sobre su piel, el ritmo de la ciudad comenzando a despertar, la sensación de ser libre por unos minutos antes de que el día la envolviera en su rutina. No pensaba en nada profundo. Solo en cómo las cosas bonitas la hacían sentirse viva.
Y entonces llegó.
El portón de la escuela privada se alzaba como siempre, elegante, sofisticado, un símbolo de lo exclusivo. Estudiantes con uniformes que no eran uniformes, coches de lujo, mochilas que valían más que un departamento. Todo era ordenado, perfecto, frío.
Excepto por él.
Jareth estaba ahí. Como cada mañana desde hacía semanas. De pie, apoyado en la baranda de la entrada, vestido completamente de negro como si lo hubieran sacado de una película en blanco y negro. Sus ojos oscuros se paseaban por el campus, con ese gesto suyo entre aburrido y alerta.
Seren se quitó el casco, sacudiendo su cabello para soltarlo con gracia. Sus movimientos eran deliberados. No podía evitarlo. No cuando lo veía a él, parado ahí, tan ajeno al brillo y a la etiqueta. Era una mancha en la porcelana del colegio… y ella no podía dejar de mirarlo.
¿La esperaba? Probablemente sí. Y aunque eso no significaba nada en voz alta, en su cabeza era otra cosa.
Lo miró de reojo mientras bajaba de la moto. Él giró apenas el rostro y sus miradas se cruzaron por una fracción de segundo. No le sonrió, pero tampoco apartó la vista. Ella tampoco. Se sostuvo sobre sus piernas largas y seguras, caminó como si el suelo fuera suyo, como si no tuviera dudas, como si su mundo no estuviera tambaleando por dentro.
Y aunque no dijo nada, aunque no se acercó… supo que él la había visto.
Y más importante aún: que le había gustado hacerlo.
…
Otro puto día más.
El sol me quemaba la nuca, el uniforme invisible de los que estamos hartos: negro entero, sin ganas de encajar ni de sonreír. La mochila colgaba floja de un hombro, el cigarro apagado entre los labios —sólo porque aquí no podía fumar— y el reloj marcaba la hora como si me importara.
Era el segundo día sin verla. Dos malditos días sin sus bromas tontas, sin su perfume dulce que me quedaba pegado en la ropa, sin su voz lanzándome frases como piedras envueltas en flores. Seren. Siempre llegando tarde, siempre con esa cara de "mírenme sin mirar", siempre... siempre.
Y ahora, nada. Desaparecida como si se la hubiera tragado la tierra. Pregunté, sí, una vez. Me miraron como si fuera un estúpido que no entendía nada. Tal vez no lo entendía. Tal vez me estaba volviendo loco. O peor, tal vez me estaba acostumbrando a ella.
Y justo cuando estaba por patear la reja sólo para sacarme las ganas de romper algo, la escuché.
El rugido de su moto.
Mi estómago se apretó. No por nervios, no. Era otra cosa. Como rabia mezclada con ansiedad. Como un nudo en el pecho que no sabía si explotar o tragarse.
La vi entrar como si el mundo fuera su pasarela. Casco en la mano, cabello suelto, esa puta manera de caminar como si la gravedad no la tocara. Y la ropa… ¿Qué carajos estaba usando?
Un puto pantalón blanco que se le pegaba a las piernas como pecado, y una blusa traslúcida que dejaba ver su brasier rosado. ¿En serio? ¿Rosado? ¿Tenía que venir vestida así, sabiendo que yo iba a estar ahí, viéndola? Porque claro que lo sabía. Siempre lo sabía.