Entre Planos y Corazones

10

Sabía que iba a estar ahí. No sé cómo, pero lo sabía. Era obvio. Jareth no es de esos que sueltan fácil lo que los intriga. Y yo… bueno, yo soy el enigma más colorido que se le ha cruzado en la vida.

Lo vi desde la moto incluso antes de bajarme. Estaba apoyado contra la reja como siempre, con esa pinta de sombra humana: todo de negro, cara de pocos amigos, y esos ojos que no parpadean nunca. Me ve como si pudiera desarmarme con la mirada. Como si quisiera arrancarme la ropa y, al mismo tiempo, los secretos.

Y me encanta.

Me bajé de la moto con calma. Quería que me viera. Todo. Desde las sandalias rosas que me hacían parecer más inocente de lo que soy, hasta la blusa blanca que dejaba ver el sujetador. Me sentía perfecta, brillante, radiante. Como una bomba envuelta en papel de regalo.

Caminé hacia él con esa sensación deliciosa de tener el control. Esa que sólo me llega cuando sé que lo estoy rompiendo por dentro y no tiene idea de cómo enfrentarlo.

—¡Hola, Jareth! —dije con mi voz más casual, como si no me hubiese desaparecido dos días enteros. Como si no hubiese cambiado de forma frente a sus narices. Como si no lo hubiese evitado a propósito.

Quería ver qué hacía. Qué decía. Si me reclamaba. Si me preguntaba. Pero no dijo nada.

Sólo me miró. Como si quisiera matarme. O besarme. O matarme mientras me besaba. Es difícil saber con él. Tiene esa energía contenida de volcán a punto de explotar. Y yo soy adicta a eso. A su tensión. A su lucha interna.

Lo tomé del brazo porque sabía que no iba a decirme que no. Porque me gusta cómo se pone tenso cuando lo toco. Porque, si no lo hago yo, él nunca se atrevería.

—Vamos, llegaremos tarde —le dije. Y lo jalé conmigo.

No miré atrás. No quería que viera que mis mejillas se estaban calentando. Que mi corazón se aceleraba aunque yo misma había planeado esto. Que, por mucho que me encante jugar con fuego, no siempre controlo cuánto arde.

Quería que me dijera algo. Algo real. Pero Jareth… él habla con los ojos. Y sus ojos decían tanto que me daban vértigo.

Lo sentí caminar a mi lado como si fuera un soldado. Silencioso. Firme. Un poco enojado, un poco rendido. Como si me odiara y me necesitara al mismo tiempo. Y eso… eso me rompía y me fascinaba a la vez.

Porque si supiera quién soy de verdad… Si supiera lo que escondo, lo que callo, lo que intento proteger incluso de mí misma…

No sé si seguiría caminando a mi lado.

Pero hoy, lo hace.

Y eso, aunque no lo diga, significa todo para mí.

El comedor del colegio era como sacado de una serie gringa de Netflix: moderno, elegante, con mesas amplias, ventanales que dejaban entrar la luz natural y un buffet que parecía de hotel cinco estrellas. Pasta con salsas importadas, sushi fresco, ensaladas con nombres imposibles y postres que hacían que cualquiera olvidara que estaba en horario de clases.

A esa hora del día, el lugar hervía de vida. Voces, risas, bandejas chocando, tenedores raspando platos. Y en el centro, como siempre, la mesa de los populares. No porque se lo hubieran propuesto, sino porque el grupo simplemente era ese tipo de gente. Brillaban, sin mucho esfuerzo.

—¿Ya tienen sus permisos firmados para el viaje? —preguntó Aisling, una colorina con trenzas de colores pasteles, mientras pinchaba un pedazo de roll de salmón.

—Obvio —dijo Paul, su mejor amigo, con gafas oscuras y una sonrisa de comercial de dentífrico—. Mi papá incluso ofreció su helicóptero por si pasa algo en la carretera.

—¿Quién viaja en helicóptero a una excursión escolar? —se rió Frank, masticando pan de ajo.

—Alguien que no quiere despeinarse —respondió Gustav, mientras se arreglaba el pelo con gesto dramático.

Todos se rieron. Incluso Seren, que ese día parecía de buen humor. Iba vestida en blanco y rosa, con un look de ángel rebelde que contrastaba con el aura oscura que tenía a su lado esa mañana: Jareth, que, como siempre, estaba vestido de negro, observando a todos como si fueran extras en una película que él no había pedido protagonizar.

—¿Y tú, Seren? —preguntó Izzie, girándose hacia ella con interés—. ¿Vas a ir al viaje?

—Obvio —dijo, bajando la cucharita de su mousse de frambuesa—. Si no voy, ¿quién les va a salvar del aburrimiento?

—Tenés razón —dijo Paul, pero Seren levantó una ceja.

—“Tienes”, Paul. No hablemos como si estuviéramos en una novela de gauchos.

Todos rieron otra vez. La dinámica del grupo era natural, relajada. Jareth, aunque callado, ya no parecía tan fuera de lugar. Se había ganado su espacio ahí a punta de presencia silenciosa. Seren lo había integrado, casi sin que nadie lo notara. Y ahora todos parecían acostumbrados a su sombra.

Pero entonces ocurrió algo que cambió la vibra.

Un chico que nadie del grupo conocía se acercó. Era alto, delgado, con facciones marcadas y una sonrisa suave. Llevaba una camisa blanca de lino abierta sobre una polera negra y unos jeans ajustados de diseñador. Tenía la vibra de alguien que sabe que es guapo, pero no necesita gritarlo.

Se detuvo junto a la mesa.

—Seren —dijo con voz grave, pausada—. ¿Podemos hablar?

Las conversaciones en la mesa se apagaron como si alguien hubiese bajado el volumen del mundo. Todos lo miraron. Incluso Jareth alzó una ceja, con expresión de desconfianza inmediata. Seren parpadeó, sorprendida. Después ladeó la cabeza, como analizándolo, y sonrió.

—Claro —dijo, dejando su cuchara a un lado.

Se levantó con elegancia, sin apuro, y caminó junto al chico hacia la salida del comedor. Pasaron por delante de varias mesas, y no pocos voltearon a verlos. Ella lo llevaba medio paso atrás, como si estuviera guiando la situación. Como si no fuera una cita improvisada, sino parte de su rutina.

El grupo los siguió con la mirada, en silencio.

—¿Alguien conoce a ese tipo? —preguntó Max, frunciendo el ceño.

—No está en nuestro grado —murmuró Izzie—. Y no lo he visto en clases… pero se ve mayor, ¿no?




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