Entre Planos y Corazones

13

El avión aterrizó con un chirrido seco, y Jareth no se atrevió a mirar por la ventana. Sabía que, si lo hacía, alguien le vería la cara de asombro. Y lo último que quería era parecer impresionable.

Pero lo estaba.

Nunca había viajado en avión. Nunca había salido de su región. Apenas y había visto el mar un par de veces cuando era chico, en viajes escolares de esos que se pagaban a cuotas. Esta vez… esto era otra cosa. Desde que cruzaron la zona de embarque, todo le parecía un idioma nuevo: las maletas elegantes, la gente que sabía moverse entre controles y pasarelas sin perderse, los compañeros de curso bromeando como si hicieran esto todos los meses.

Y él, ahí, con su única mochila al hombro y una ansiedad que le apretaba la garganta desde el despegue.

El bus los recogió en el aeropuerto y tardó casi una hora en atravesar caminos costeros que parecían sacados de una película. El chofer no dijo una palabra. Solo puso música instrumental suave y condujo como si fuera parte del paisaje: tranquilo, seguro, lejano.

Cuando por fin se detuvo frente al resort, los murmullos estallaron.

Era enorme. Lujoso. Innecesariamente bonito.

Jareth lo miró como si fuera un museo en el que no debía tocar nada. Columnas de piedra blanca, techos altos cubiertos de madera oscura, una entrada rodeada de jardines que olían a flores dulces. A lo lejos, se alcanzaba a ver una piscina infinita y el mar detrás, fundiéndose con el cielo como si alguien los hubiese pintado juntos.

—¿Esto estaba en el brochure o nos mintieron con Photoshop? —bromeó alguien.

—Ni en las vacaciones con mis viejos me hospedan en un lugar así —comentó otro.

Jareth bajó del bus en silencio. Su mochila era la única que parecía flácida. Apenas una muda de ropa, un traje de baño viejo, toalla fina, algo de protector solar y un cuaderno para dibujar si todo se volvía insoportable. Los demás arrastraban maletas con ruedas, mochilas extras, neceseres de cuero y parlantes portátiles como si fueran parte de su equipaje de mano obligatorio.

Apretó la mandíbula. Dio un paso hacia adelante.

Era lo que había.

En la recepción, los recibieron con jugos fríos y sonrisas de protocolo. Nadie notó que él rechazó el suyo. No por desconfianza. Sino porque no quería que sus manos temblaran cuando lo tomara.

Todo brillaba. Las lámparas. El suelo. Incluso los botones de los uniformes del personal. Cada detalle parecía decir: tú no perteneces aquí.

El director habló de normas, horarios, actividades. Jareth no escuchó. Solo observaba. Alguien hizo una broma sobre fiestas y alguien más mencionó cuántas stories iba a subir esa misma noche.

Él pensaba en cómo demonios iba a sobrevivir una semana sin que nadie notara que su ropa era usada, sus zapatillas estaban gastadas y su traje de baño tenía los cordones deshilachados.

La habitación era… otra cosa.

2B. En la planta baja. Vista directa a la piscina.

Abrió la puerta con la tarjeta y se quedó congelado.

Una cama más grande que su dormitorio entero. Almohadas suaves, sábanas blancas impecables. Un baño con dos lavamanos y una ducha con puertas de vidrio transparente. Piso de madera clara, cortinas gruesas. Un balcón privado.

Y aire acondicionado que funcionaba en silencio.

Soltó la mochila en el suelo. Se quedó parado.

No se sentó. No tocó nada. Solo miró.

Así que esto era lo que costaba tener dinero.

Así se sentía el lujo.

Sintió una punzada rara en el estómago. No era hambre. Era ese sentimiento viejo, conocido, que lo seguía desde siempre. El de saber que todo esto era un préstamo. Que en cualquier momento alguien vendría a decirle que había un error. Que esa cama no era suya. Que él no debía estar ahí.

Miró su mochila. La abrió con cuidado.

Poleras dobladas de cualquier manera. Un short con elástico vencido. Una toalla fina. Calcetines con hoyos. Todo junto apenas llenaba la mitad del compartimento principal.

Mientras los otros colgaban ropa de marca, se probaban perfumes y cargaban sus celulares con baterías portátiles de diseño, él apenas tenía lo básico para no parecer un mendigo.

Apretó los dientes.

Fue al almuerzo igual. Porque no quería encerrarse. No tan pronto.

Se sirvió un poco de pasta, pan, algo de ensalada. Se sentó en una mesa al borde del patio techado, donde nadie más se sentó. Comió lento, con los ojos en la piscina. El resto hablaba en voz alta, planeando la noche, organizando excursiones.

Él ya empezó a contar los días que faltaban para volver.

Cuando terminó de comer, se levantó sin que nadie lo notara.

Volvió a su habitación caminando lento, como si la vergüenza pesara en los tobillos.

Y ahí fue cuando la vio.

Una maleta grande. Roja. De ruedas. Con etiquetas de aeropuerto aún pegadas.

Estaba justo frente al sofá, a un lado de su cama. Como si alguien la hubiese dejado por error.

Jareth frunció el ceño. Miró alrededor.

¿Se habrían equivocado de habitación?

Caminó hasta la puerta. Volvió a revisar el número. 2B. Correcto. Volvió a mirar la tarjeta. La maleta estaba ahí.

Demasiado cara para ser de él. Demasiado brillante. Como si gritara que pertenecía a otro universo.

Se acercó. No la abrió.

Solo la miró.

Y luego, con ese cansancio que nace del simple hecho de estar siempre a la defensiva, se dejó caer en la cama.

No tenía ganas de bajar a recepción.

No tenía ganas de explicar que probablemente alguien más debía estar ahí.

No tenía ganas de hablar.

Ya lo haría mañana.

Cuando tuviera ánimo.

No podía dejar de mirar la maleta.

Quizás era la costumbre de sospechar. O simplemente, que todo lo bueno siempre venía con algo que dolía después.

Pero tras casi una hora, no aguantó más.

Marcó el número de servicio de habitaciones. Lo atendieron con voz amable, como si estuvieran acostumbrados a resolver confusiones de último minuto.




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