Estaba en la barra de fruta cuando la vi aparecer.
No fue una sorpresa. Seren nunca llegaba tarde a ninguna parte. Y sin embargo, hubo algo en la forma en que el sol entró justo detrás de ella que me hizo apretar los dedos sobre la bandeja, como si de pronto me molestara el calor.
Iba con un vestido blanco, corto, suelto en los bordes, pero ajustado en la cintura. Le caía con ese descuido elegante que solo ella podía lograr. No usaba maquillaje. No lo necesitaba. El cabello suelto, ligeramente ondulado, parecía diseñado por el mismo lugar que la había parido.
Y no venía sola.
A su lado iba Leo.
Del mismo curso. Misma generación. Mismo viaje. Uno de sus ex.
No necesitaba mucha imaginación para saber lo que habían sido. No en un colegio donde todos sabían todo, y menos cuando la química entre ellos era tan evidente. Leo tenía esa sonrisa fácil, cuerpo trabajado, voz que parecía un chiste en sí misma. Era el tipo de tipo que sabía que gustaba. Y ella, bueno… ella lo había elegido una vez.
Y ahora, lo estaba trayendo de vuelta. A la mesa. Al grupo. A su órbita.
Volví con mi bandeja como si no pasara nada. Pero todo pasaba.
—¿Está ocupado esto? —preguntó ella, señalando el asiento frente a mí, sin dejar de sonreír.
Nadie respondió. No hizo falta. Lo tomó como un sí. Leo se sentó a su lado, sin perder ese aire de “yo pertenezco aquí”.
—¿Se acuerdan de Leo, cierto? —dijo Seren mientras servía jugo.
—Claro —respondió Laura con un tono neutro.
Aisling levantó una ceja y siguió mordiendo su croissant.
Paul fingió que no escuchaba. Gustav, que ni siquiera existía.
Jessie sonrió con los labios cerrados, incómoda.
Y yo… bueno, yo no dije nada.
Leo saludó con su tono encantador, y la conversación empezó a moverse, como si todo esto fuera normal. Como si ella no estuviera demoliendo las últimas ruinas que me quedaban en pie.
Ella lo miraba. Y se reía. Y lo tocaba en el brazo como si fuera un hábito. Y él la miraba como si supiera que tenía permiso.
La vi partir su pan en trozos pequeños, untarlo con mermelada y acercárselo a los labios. Vi cómo Leo tomaba su vaso en el mismo instante que ella, sincronizados. Como si el pasado no fuera pasado.
Y yo ahí, sentado frente a ellos, tratando de tragar fruta sin sentir que tenía clavos en la lengua.
—¿Vamos a la playa después del desayuno? —preguntó Jessie.
—Obvio, hay una cueva que se puede visitar en kayak —dijo Aisling.
—Yo reservé moto de agua —anunció Frank.
Y todo siguió, entre bromas y planes.
Todo... menos yo.
Ni ella.
Porque entonces me miró. Un segundo. Lo justo. Lo suficiente. Y en esa mirada no había culpa. Ni disculpa. Solo una declaración muda:
"Yo hago lo que quiero."
Y luego volvió a mirar a Leo. Y sonrió. Y se rió.
Como si yo nunca hubiera importado.
…
El grupo decidió bajar a la playa después de desayunar.
El sol estaba en lo alto, aunque no quemaba con violencia. Había brisa, agua transparente, arena blanca. Todo estaba armado para una postal. Menos yo.
No recordaba la última vez que había estado en una playa. O si alguna vez había estado en una. No así.
La orilla era amplia, delimitada por un muro natural de rocas, y al fondo se divisaba el muelle con las motos de agua, los kayaks, los inflables. La risa de los demás ya se mezclaba con las olas.
—¿No trajiste bloqueador? —preguntó Aisling, acercándose con su sombrero lila, el cabello turquesa mojado por el mar.
Negué con la cabeza.
—Yo tengo —dijo, ofreciéndome uno en spray. Lo acepté.
Me quedé sentado sobre la toalla, rociándome los brazos con movimientos lentos, mientras los otros ya chapoteaban, gritaban, se empujaban entre sí como si el agua los regresara a la infancia.
Paul y Frank armaban una competencia de quién llegaba más lejos nadando. Gustav y Jessie alquilaban una tabla de paddle. Laura se metía con una cámara sumergible a grabar a los peces.
Y Seren…
Estaba con Elías.
Él le estaba enseñando a maniobrar el kayak. Ella se reía cada vez que casi volcaba, mientras él se inclinaba para corregir su postura. El sol les daba de frente. Ella parecía parte del mar.
La vi lanzar la cabeza hacia atrás al reírse. Como si fuera completamente feliz. Como si yo no existiera a tres metros.
Traté de no mirar. Pero mirar era inevitable. Así que fingí sacar fotos del paisaje con el celular, aunque la cámara solo apuntaba a un mismo lugar.
—¿No te vas a meter? —preguntó Laura al pasar a mi lado, secándose el cabello con una toalla.
—En un rato.
—¿Estás bien?
—Sí.
Mintiendo, otra vez.
Porque no. No estaba bien.
Sentía que había llegado a un lugar al que no pertenecía. Que todo me quedaba grande: el resort, la vista, la piscina infinita, la ropa nueva que no era mía aunque tuviera mi nombre en la etiqueta. Todo brillaba como si la vida se hubiera reservado solo para algunos. Y yo apenas hubiera pasado la puerta por error.
Y luego estaba ella.
No hablábamos desde hacía días. La última conversación había sido un campo minado de ironías mal disfrazadas. Sabía que había rabia en mi voz. Sabía que había desprecio en la suya. Pero nadie dijo lo que realmente dolía. Como siempre.
Aisling regresó del mar y se dejó caer en la arena a mi lado.
—¿De verdad no vas a entrar?
—Tal vez más tarde.
—Te va a dar un infarto al corazón si te quedas amargado ahí todo el día —dijo, pero su tono era más de advertencia que de burla.
No respondí. Ella tampoco insistió. Solo se quedó ahí, pateando un poco la arena con los pies.
—¿Elías, ah? —dijo al cabo de un rato, como si no quisiera decirlo pero no pudiera evitarlo.
—No me importa —mentí otra vez.
Aisling soltó una risa nasal. —A veces te olvidas que tengo ojos.
Y entonces se quedó en silencio, como si no quisiera decir más.