Entre Planos y Corazones

17

El aire en la sala de clases olía a madera, polvo de grafito y resaca emocional.

Nadie hablaba mucho. Todavía estábamos atontados por el regreso. Las sillas crujían con cuerpos pesados de historias sin resolver. De lo que se dijo y no se dijo en ese último desayuno. De las risas fingidas, de los besos públicos, de las ausencias.

La de Seren.

No había entrado al aula.

Había buscado su cabello sin pensar —ese color entre oro y sol salvaje que siempre se veía brillante bajo la luz de la ventana— pero no estaba en su puesto. Ni en los pasillos. Ni en la entrada.

Me incomodó más de lo que debería.

—¿Estás bien? —preguntó Arabelle, a mi lado.

Asentí. Casi automático.

—Sí. Solo tengo sueño.

Ella sonrió como si le bastara.

Se acomodó un poco más cerca. Su rodilla tocó la mía. Su perfume era dulce, demasiado dulce, como algodón de azúcar fermentado.

No dije nada. No la alejé.

Tampoco la abracé.

No como antes.

No como en la piscina.

No como cuando todavía pensaba que jugar con fuego no iba a quemarme.

Más tarde, en el laboratorio de arquitectura, la clase seguía su curso. Láminas abiertas, luces frías, la voz del profesor como fondo blanco.

Y entonces lo vi.

Él.

El mismo chico de la capucha. Solo. En la última mesa, con la cabeza inclinada hacia unos planos que parecían haber sido garabateados con furia.

Había algo en él que no calzaba con todo lo demás. Como si no fuera de aquí. Como si caminara siempre dos pasos por detrás del tiempo real. Era un error de continuidad en el mundo.

Y yo no podía dejar de mirarlo.

Me acerqué sin pensar demasiado. Como si mis pies supieran algo que mi cerebro aún no quería admitir.

—¿Tú también estás en esta clase? —pregunté, fingiendo curiosidad. Realmente quería saber su nombre.

El chico alzó la vista. Su capucha seguía en su sitio, pero por un momento pude ver mejor su cara.

Ojos café. Intensos. Secos. Como polvo de cacao sin azúcar.

—Mmm —gruñó. O murmuró. No supe si era un sí o un "déjame en paz".

No me moví.

—¿Cómo te llamas? No te he visto en otras clases —insistí, suave, sin saber por qué mi voz sonaba más baja de lo habitual.

—Neres —respondió. Corto. Áspero.

—¿De intercambio?

Él negó. Con un movimiento mínimo.

La conversación se evaporó ahí mismo, pero yo seguía de pie. Mirándolo.

Algo en la curva de sus labios me desconcentraba. Eran... suaves. Demasiado suaves para ser tan duros. Tan perfectos para lo que no debería estar pensando.

Nunca había querido besar a un chico.

No así.

No como eso.

Y sin embargo, una imagen cruzó mi mente: su boca abierta, respondiendo la mía. Un suspiro robado. Una sorpresa. Un incendio.

Me pasé la mano por la nuca, incómodo.

Algo en mí vibró, y no era solo incomodidad. Era... interés.

¿Me estaba volviendo bisexual?

La palabra cayó dentro de mí como una piedra lanzada a un lago quieto.

No hice ruido.

Pero hizo olas.

—Perdón, no quería molestar —dije al final, reculando.

Él solo asintió. Sin mirarme esta vez.

Volví a mi mesa con una presión rara en el pecho. Como si hubiera corrido. Como si me estuviera escapando de algo que todavía no tenía nombre.

Y todo el resto de la clase, mientras Arabelle me mandaba papelitos y hablaba de ir a ver una película el fin de semana, yo no podía dejar de pensar en los ojos café de Neres, ni en cómo sería besarlo.

Aunque no tuviera sentido.

Cuatro días.

Cuatro.

No era normal.

Seren a veces faltaba. Sí. Uno, dos días, desaparecía de repente, como si necesitara respirar fuera del mundo. Todos lo sabíamos. Incluso ella lo decía a medias, con esa forma suya de hablar sin dar explicaciones, como si no nos debiéramos nada.

Pero cuatro días… eso ya no era parte de su estilo.

Ya no se sentía como una pausa.

Se sentía como una huida.

—¿Te ha escrito a ti? —preguntó Leo mientras salíamos del laboratorio. Lo dijo con una seriedad inusual, sin sarcasmos ni bromas.

Negué. Por cuarta vez en el día.

—Nada. Ni un mensaje. Visto en gris desde el domingo.

Frank y Laura también lo habían notado. Aunque ahora vivieran en su propio universo privado, todavía eran parte del grupo. Frank incluso había propuesto ir a buscarla a su casa, pero Seren nunca había dado su dirección con claridad. Solo mencionaba “el centro”, una tía, una abuela, un lugar que parecía cambiar según el día.

Ella siempre fue un misterio.

Y ahora se sentía como un vacío.

Uno que pesaba demasiado.

No ayudaba que “Neres” —ese chico de la capucha— estuviera apareciendo más seguido.

Lo había visto en las salas de descanso. En la biblioteca. En la fila de la fotocopiadora. Nunca hablaba. Siempre escribía algo en una libreta negra, o simplemente dibujaba en el margen de las hojas. Y cada vez que lo veía, tenía que luchar contra las ganas de... mirarlo demasiado.

¿Y si estaba proyectando?

¿Y si todo esto era porque Seren no estaba y yo necesitaba reemplazar el desconcierto con otro?

Pero Neres no era solo una sombra. Era presencia pura. Compacta. Silenciosa. Tan parecido a ella y tan distinto al mismo tiempo que me dolía la cabeza.

Quise pensar que era culpa de la ausencia. Que mis emociones estaban desordenadas. Que lo que sentía por Seren era más grande de lo que admitía y por eso cualquier cosa que se pareciera a ella me tocaba demasiado.

Pero entonces, ¿por qué cuando miraba a Neres no era dolor lo que sentía, sino deseo?

En el almuerzo, todo el grupo lo notó.

—Ya van cuatro días. No contesta. No sube historias. Ni memes. Nada —dijo Laura, visiblemente preocupada.

—Le pregunté al último de sus ex, pero tampoco sabe nada —agregó Arabelle. A su lado, Jareth no dijo nada, pero sentía su mirada sobre él. Como si esperara que él sí supiera. Como si todos esperaran eso.




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