Estaba harto.
De Arabelle, de las sonrisas que no sentía, de las miradas que no quería, de las preguntas que no podía responder. Y sobre todo, estaba harto de no entender a Seren.
Porque se aparecía cuando quería, se iba cuando se le daba la gana, y volvía como si nada. Como si todo lo que había pasado entre nosotros no tuviera importancia. Como si besarme —sí, eso fue un beso, no un simple juego— no hubiera significado absolutamente nada para ella.
Y lo peor… es que tal vez no había significado nada.
—¿Dónde estás, mierda...? —murmuré, revisando el patio trasero, luego el estacionamiento, y hasta el laboratorio de arquitectura donde la vi horas antes.
Nada.
Solo Arabelle enviándome mensajes como si estuviéramos en una relación. Como si yo no estuviera caminando como idiota buscándola a ella.
Fui al primer piso. Nada.
Segundo. Nada.
Subí al tercero, al último.
El corazón me golpeaba el pecho con rabia, no por esfuerzo, sino por una especie de desesperación absurda. ¿Por qué me importaba tanto?
No tenía lógica. Pero me ardía la garganta de todo lo que no había dicho.
Empujé la puerta de la azotea con más fuerza de la necesaria. El metal crujió como si también estuviera molesto.
Y entonces la vi.
Seren.
De espaldas. Vestida aún de blanco, el vestido ondeando apenas con la brisa. Apoyada contra la baranda, con un cigarro entre los dedos y los lentes de sol puestos. Como si fuera el final de una película que yo no había podido ver completa.
—¿En serio? —solté, sin filtros.
Ella no se giró de inmediato. Solo dejó que el humo escapara por la comisura de sus labios.
—Te estuve buscando por todas partes.
—Ya me encontraste —respondió, sin emoción, sin interés.
Me acerqué, a paso firme.
—¿Qué mierda te pasa?
Esa sí la escuchó.
Se giró con lentitud, bajándose los lentes con un dedo, y me clavó esos ojos turquesa, imposibles en otro ser humano.
—¿A qué te refieres, Jareth?
—No hagas eso —espeté, más bajo, más tenso—. No te hagas la tonta conmigo.
Sus cejas se alzaron apenas. No dijo nada. Se limitó a observarme, como si esperara que explotara.
Y yo estaba muy cerca de hacerlo.
—Te desapareces cuatro días, vuelves como si nada. Me hablas de nuevo como si nada. Me tocas el brazo como si nunca hubiéramos... —Me atraganté con esa parte.
—¿Como si nunca hubiéramos qué?
Su voz era suave, casi burlona. Eso me enfureció más.
—Como si nunca me hubieras hecho sentir como un idiota —disparé—. Como si no te importara nada. Como si yo fuera solo parte del decorado de tu jodido espectáculo.
Ella apagó el cigarro en la baranda de metal sin dejar de mirarme.
—¿Y tú qué querías que hiciera?
—No lo sé, ¡algo! —exploté—. ¿Decirme que sí, que no, que lo que pasó no significó nada? ¿O que sí? ¿Hablar como personas normales?
—¿Somos personas normales?
Ese golpe fue certero.
Me quedé en silencio. El pecho subía y bajaba con rapidez. Estaba caliente, cansado, confundido.
Y ella… no ayudaba.
Se acercó un paso. Solo uno.
—¿Qué quieres que te diga, Jareth?
—La verdad. —La miré directo—. Lo que sea. Pero que sea la verdad.
Ella me sostuvo la mirada. Por fin.
Por fin vi algo. Una grieta. Una emoción real que no supe identificar, pero estaba ahí, brillando entre todas sus capas.
—No sé qué somos —dijo al fin, en voz baja.
—Tampoco lo sé —admití, más suave.
—Pero tampoco puedo seguir como si nada.
Esa vez, fui yo el que dio un paso. Solo uno.
—Entonces no sigamos como si nada.
El aire entre nosotros cambió. Se volvió espeso. Inestable.
Podía besarla ahí mismo. O podía alejarme. O podía romper algo.
—¿Qué quieres de mí, Jareth? —susurró.
—Quiero que me dejes entender por qué no puedo dejar de pensar en ti —le respondí, y dolió más de lo que esperaba admitirlo.
Ella bajó la mirada, y por un segundo pensé que se iría. Que se daría la vuelta, que haría ese gesto burlón que usaba cuando quería desarmarme, y luego desaparecería por otros cuatro días.
Pero no lo hizo.
En lugar de eso, dio un paso más. Uno pequeño, contenido, pero que para mí fue como si cruzara un abismo. Quedamos tan cerca que podía sentir el calor de su piel, el aroma suave de su cuello, el sonido de su respiración irregular.
No tenía idea si lo que hacía estaba bien.
Solo sabía que lo necesitaba.
—Yo tampoco puedo dejar de pensar en ti —murmuró ella.
Mi garganta se cerró.
Quise hablar, decir algo, cualquier cosa. Pero lo que hice fue levantar una mano, despacio, como si tuviera miedo de que desapareciera si la tocaba demasiado rápido. Rozar sus rizos nuevos, más cortos, más suaves. Enredé mis dedos en una hebra que se escapaba cerca de su oído.
Ella no se apartó.
Al contrario. Cerró los ojos.
Y yo… yo la miré como si nunca hubiera visto nada más hermoso. No por cómo vestía, no por el vestido blanco o los tacones de aguja o el aire de estrella que traía encima. Sino por lo que dejó caer sin querer. Esa fragilidad que escondía bajo sus gafas oscuras, ese cansancio que no decía, ese dolor que nadie parecía ver.
—Seren… —susurré, más por decir su nombre que por necesidad.
Ella abrió los ojos.
No pensé más. No dudé.
Mis labios encontraron los suyos con la desesperación de quien lleva días reteniendo algo que duele más con cada hora. No fue como ese primer roce confuso ganado en un juego. Esta vez fue real. Esta vez me rendí. Me rendí a lo que me estaba volviendo loco, a lo que no entendía pero necesitaba con todo mi cuerpo.
El beso fue torpe al principio. Chocamos un poco. Ella se tensó. Yo también.
Pero luego…
Luego algo se soltó.
Su boca se abrió un poco más, buscándome. Sus dedos subieron hasta mi cuello. Los míos bajaron por su cintura, sintiendo el contorno del vestido, la curva suave de su espalda. Y ahí estaba: esa electricidad maldita que me recorría la columna cada vez que ella estaba cerca. Pero esta vez me consumió desde dentro, como fuego lento.