Jareth la vio salir del edificio como si nada. Como si el día entero no se hubiese hundido en una mezcla de silencios, dudas y conversaciones incómodas.
Seren caminaba ligera, con ese vestido blanco que se ceñía como brisa a su figura. El mismo que había logrado descolocar a Jareth esa mañana. Sandalias de tacón aguja, gafas oscuras y el cabello más corto, ahora en rizos que le enmarcaban el rostro como si fuera una estrella del cine clásico. Marilyn, pensó él. Pero con fuego.
—Ven —le dijo Seren, con apenas una sonrisa, mientras le tomaba del brazo.
No explicó más. Lo condujo por el estacionamiento hasta su auto deportivo. Subió sin quitarse las gafas, como si el sol aún la cegara. Jareth no preguntó. Sólo se acomodó en el asiento del copiloto, sintiendo cómo todo su cuerpo se tensaba. Seren siempre tenía ese efecto sobre él. Y hoy, más que nunca.
El camino fue silencioso. Sólo el ronroneo del motor llenaba el aire espeso entre ellos. El tráfico a esa hora no era intenso, y los edificios fueron cediendo paso a árboles altos, sombras verdes que se extendían mientras se alejaban del centro.
Finalmente, llegaron a un parque. Seren aparcó cerca de la entrada de piedra, bajó primero y rodeó el auto para abrirle la puerta. Un gesto que no esperaba. Jareth la miró desde abajo, confundido, pero aceptó.
Caminaron por un sendero de tierra, entre sauces que colgaban pesadamente sobre sus cabezas. El sol se escondía lento, y el cielo se pintaba de tonos anaranjados y lilas. A lo lejos, se oía el zumbido de cigarras, el aleteo ocasional de aves que buscaban dónde dormir.
—¿Vienes aquí a menudo? —preguntó Jareth, rompiendo el silencio.
Seren negó con la cabeza.
—No. Pero me gusta este lugar. Me hace sentir que el mundo se detiene.
Él asintió. Sentía lo mismo.
Llegaron a una banca de madera, antigua pero firme, frente a una laguna tranquila donde los reflejos del cielo jugaban con el agua. Seren se sentó primero. Cruzó las piernas con elegancia. Jareth se dejó caer a su lado, con las manos sobre las rodillas, tenso.
Pasaron unos minutos sin hablar. Seren se quitó las gafas. Sus ojos estaban más claros que nunca, brillando con ese tono imposible que parecía el mar del trópico. Era extraño. Hipnótico.
—¿Por qué me trajiste aquí? —preguntó él al fin, con voz baja.
Seren lo miró de frente.
—Porque sé que me estás evitando.
Jareth bajó la mirada.
—No te estoy evitando…
—Lo haces. Me buscas, pero luego retrocedes. Me miras como si te asustara. Como si no supieras qué hacer conmigo.
Él suspiró. Largo.
—Porque no sé. No sé lo que estoy sintiendo —dijo al fin, como si al decirlo en voz alta pudiera ordenar sus emociones—. No me había pasado antes. Me desconciertas. Me jodes la cabeza. Y aun así… no quiero que te alejes.
Seren no sonrió. Pero sus labios temblaron apenas, como si esa confesión le quitara peso del pecho.
—Tú tampoco me dejas en paz —dijo en voz baja—. Aunque te vayas, aunque no digas nada. Eres una sombra constante.
Jareth la miró. Y por primera vez, no intentó entenderlo. No intentó explicarse. Sólo la miró, como si pudiese grabar en la memoria esa imagen exacta de ella, con el viento agitándole los rizos, con la luz dorada del atardecer envolviéndola como un velo.
Sus cuerpos se acercaron solos.
Él no pensó. Solo lo hizo. Rozó su mejilla, tanteando. Seren cerró los ojos. Y el beso ocurrió, sin ansiedad, sin premura. Lento. Aterradoramente sincero.
No fue un beso torpe. Fue un encuentro. Una pregunta respondida. El mundo se volvió sonido apagado, latido en los oídos. Seren olía a citricos, a sol. A algo que no sabía nombrar.
Cuando se separaron, ninguno dijo nada de inmediato.
—Esto es real, ¿cierto? —preguntó él, aún cerca, con los dedos todavía en su mejilla.
—Tú dime —susurró Seren—. Eres tú el que siempre duda.
—No quiero dudar más.
Ella asintió. No con palabras, sino con otro beso, más profundo. Esta vez, Jareth respondió con todo el cuerpo. Se dejó llevar por la suavidad de sus labios, por la manera en que Seren lo abrazaba con una delicadeza feroz.
Y cuando se separaron otra vez, ya era de noche.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó él, sin saber si hablaba de ellos, del futuro o del momento exacto.
—Podemos quedarnos aquí —respondió Seren—. Sólo un rato más. Como si el resto no existiera.
Él asintió.
Y el mundo se detuvo. Aunque fuera solo un momento.
Durante los siguientes dos meses, la relación entre Jareth y Seren floreció como un secreto compartido, cuidado con celo, ternura y una intensidad que solo aquellos que se han sostenido en el borde de lo imposible saben cultivar.
No hubo anuncios oficiales ni declaraciones públicas; en lugar de palabras grandilocuentes, eligieron los gestos cotidianos: una mano que buscaba la otra bajo la mesa, una mirada que ardía en medio del aula, un mensaje inesperado en la madrugada.
Seren, siempre tan distante en su andar, había cedido terreno solo para Jareth. Lo dejaba entrar en sus espacios con naturalidad, aunque mantenía sus límites claros.
No le gustaba hablar por teléfono, pero respondía a cada mensaje de él con rapidez. No era de abrazos en público, pero lo tomaba del cuello cuando nadie miraba y le susurraba cosas sin sentido al oído, solo para hacerlo sonreír.
Jareth, por su parte, estaba aprendiendo a moverse en un terreno nuevo. Había tenido relaciones antes, sí, pero ninguna como esta. Seren era fuego bajo hielo. Una constante contradicción entre la cercanía feroz y el silencio absoluto.
No siempre decía lo que sentía, pero se lo mostraba con acciones: apareciendo con su café favorito un día de lluvia; escribiendo su nombre en el vaho de la ventana; acariciando su nuca cuando creía que él dormía.
Pasaban las tardes en la azotea del edificio, donde habían tenido su primer beso, hablando de cosas pequeñas: libros, música, recuerdos de infancia. A veces no hablaban en absoluto. Seren se acostaba boca arriba, con los ojos cerrados, y Jareth solo la miraba, hipnotizado por la curva de su mandíbula, por la forma en que el viento jugaba con su cabello.