No sé quién demonios inventó que llevar a un montón de adolescentes medio dormidos a ver agua cayendo desde una roca era una experiencia educativa.
Pero aquí estamos. Otra excursión escolar. Otra caminata interminable.
Otro intento del sistema por convencernos de que aprender fuera de la sala de clases es “vivencial” y “significativo”.
Mentira.
Lo único significativo hasta ahora ha sido el barro en mis zapatillas y el hambre que tengo desde las once de la mañana.
—¿No te parece hermoso? —me pregunta Seren, con esa voz que solo ella puede tener cuando se le ocurren cosas como “hermoso” y “trascendente” antes del desayuno.
—Sí —respondo sin pensarlo. No por la catarata. Por ella.
Ella está hermosa. Con ese gorrito ridículo que se puso solo porque “hacía juego con el clima” y esa sonrisa que me dan ganas de volver a creer en el planeta.
Yo no creo en muchas cosas.
Ni en los profesores que sonríen demasiado. Ni en los folletos turísticos.
Ni en las instituciones educativas que creen que una caída de agua te enseña más que un buen libro.
Pero en ella sí creo.
En su forma de ver belleza donde yo veo humedad. En sus dedos que ahora mismo pinchan un postre plástico sacado de su mochila y me lo ofrece sin decir nada.
Doy un bocado.
Sabe a algo que no merezco, pero igual me lo como.
—¿Sabías que estas salidas se hacen cada tres meses? —dice Nicolás, un tipo con el que comparto banco desde hace dos meses y medio.
—¿Para qué tanto? —respondo con el ceño fruncido.
—Prevención del ausentismo.
Me río. No es un sonido feliz.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Antes del programa de excursiones, más de un 40% del alumnado —explica con tono de quien se siente parte del comité organizador del universo—. Esto ayuda a “oxigenar el proceso educativo”. —Oxigenar mis pelotas —murmuro.
Seren me lanza una mirada como si pudiera leer mis labios.
—Estás siendo amargado otra vez.
—Estoy siendo honesto. Hay una diferencia.
Ella niega con la cabeza. Me da otro bocado del postre. Me lo trago, pero no cedo.
—¿Y todo esto quién lo paga? —pregunto de golpe.
Nicolás no tarda en responder. Está esperando esta pregunta.
—Los apoderados. Pagan un fondo anual bien grande que incluye materiales, uniformes, salidas… —O sea que tiran plata como si sobrara.
—Y tú deberías agradecerlo —interviene Jessie, desde más atrás—. Estás becado. Tienes suerte de poder vivir esto gratis.
Me doy vuelta. Su voz me raspa.
—No es gratis. Me lo cobro con cada sonrisa fingida que tengo que dar para que no noten que no encajo. —Ay, ya —dice ella, rodando los ojos—. Siempre tan dramático. ¿No puedes simplemente disfrutar?
No. No puedo.
Porque mientras ustedes se sacan selfies y posan con hojas secas como si fueran modelos de Instagram, yo estoy contando mentalmente cuántos paquetes de arroz podría comprar mi mamá con lo que se gastaron sólo en el viaje desde el hotel hasta acá.
Pero no lo digo.
Solo camino más rápido, como si pudiera alejarme de todo con zancadas.
Seren me sigue. Seren siempre me sigue.
El sonido de las cataratas es tan fuerte que me duele la cabeza.
No entiendo cómo algo tan repetitivo puede considerarse relajante. Es como si el agua estuviera gritando contra la piedra, una y otra vez, y todos le aplaudieran por no romperse.
—Te pareces a esa roca —me dice Seren.
—¿Qué?
—Te lanzan problemas encima, como litros de agua, y no te quiebras.
—¿Y tú cómo sabes que no me quiebro?
Ella no responde.
Saca otro pedazo del postre. Me lo ofrece. Me niego.
Ella insiste.
Se lo muerdo con más rabia de la necesaria. Ella ríe.
—Tienes hambre emocional —dice, burlona.
—Tengo hambre real —corrijo.
—También.
Nos sentamos en una roca con vista a la cascada.
A nuestro alrededor, todos sacan fotos. Publican historias. Comparten chistes que ya escuché cinco veces.
Yo la miro a ella.
A su perfil en silencio. A cómo sostiene el postre con una mano mientras con la otra juega con una hoja. A la forma en que no intenta impresionarme. Solo está.
Y eso me desarma más que cualquier confesión.
—¿Tú sí querías venir? —le pregunto. —No.
Eso no lo esperaba.
—¿No? ¿Entonces por qué viniste?
—Porque tú viniste.
Y ya está. Otra vez logra lo que nadie más: que me calle.
—¿No te molesta sentirte fuera de lugar a veces? —le pregunto, después de un largo rato mirando el agua. —¿A veces? Jareth… siempre me siento fuera de lugar.
—¿Y cómo lo haces?
—Me recuerdo que ser diferente no es sinónimo de estar equivocada.
Me rasco la nuca.
—Pero igual duele.
—Sí. Pero duele menos cuando compartes el postre con alguien que también se siente así.
Ella me lo ofrece de nuevo. Esta vez, lo tomo sin hacerme el difícil.
En algún momento, la profesora llama para reagruparnos.
Vamos de vuelta al bus, de vuelta al hotel cinco estrellas. Yo no entiendo por qué la gente está tan feliz.
Están empapados, con los zapatos llenos de barro, con las mochilas mojadas y fotos pixeladas por el vapor.
Pero ríen.
Yo no.
Yo camino con Seren. Y eso me basta.
Ella me mira de reojo.
—¿Estás mejor? —me pregunta. —No. —¿Quieres que te diga algo tierno?
—¿Vas a hacerlo aunque diga que no?
—Sí.
—Entonces adelante.
Ella sonríe. Se acerca a mi oído y susurra:
—Eres mi lugar favorito para esconderme cuando el mundo me queda grande.
Me detengo.
La miro.
Y en lugar de decir lo que siento, le paso la mano por la nuca y la jalo hacia mí. Apoyo mi frente en la suya.
—Te odio un poco —le digo. —Yo también —responde.
Y nos reímos, los dos, sin hacer ruido.
Porque el mundo puede seguir con sus excursiones ridículas. Con sus fotos cursis. Con sus frases motivacionales de manual.