Entre Planos y Corazones

21

La figura de negro se escabullía por la puerta trasera del laboratorio.

Era él. El chico de la capucha.

Lo había visto sentado al fondo. Siempre solo. Siempre con los hombros encogidos, como si le doliera el aire.

Nadie hablaba con él.

Nadie sabía quién era.

Pero había algo…

Algo que me inquietaba cada vez que me lo cruzaba. Como una palabra en la punta de la lengua. Como una nota que sabes que falta en una canción.

Y hoy, mientras revisaba planos y medía líneas que no querían cuadrar, lo vi caminando hacia la salida. Con pasos contenidos. Como si no quisiera que nadie lo notara. Pero yo lo noté.

Lo vi.

Y algo en mi pecho se tensó.

No pensé. Solo reaccioné.

—Espera.

No me giró a ver.

Se quedó quieto.

Muy quieto.

Lo miré. Alto, delgado. Capucha que cubría la mitad de su rostro. Ojos café. Ropa que parecía absorber la luz.

Y sin embargo…

Había algo en su forma de estar ahí.

En su manera de intentar no existir.

Que me dolía.

Me acerqué.

—Oye…

Ni un movimiento.

Solo una contención que se sentía como gritar con la boca cerrada.

Me detuve a un par de pasos.

Y entonces lo dije.

—¿Te conozco?

Ni siquiera sé por qué lo pregunté.

La verdad es que no tenía pruebas. Solo… sensaciones.

Y entonces, él —ella— se giró.

Solo un poco.

Y lo supe.

No cómo. No por qué. No en qué momento.

Pero lo supe.

Era ella.

El mismo rostro. Escondido, camuflado, apagado. Pero ahí. Esa expresión en los ojos que me buscaba sin querer ser encontrada.

Mi mente no alcanzó a armar las piezas. No tenía sentido. Pero mi pecho ya la había reconocido.

Y antes de decir una sola palabra más, la abracé.

No lo pensé.

No lo planeé.

Simplemente… lo hice.

Porque todo en mí gritaba que lo necesitaba.

Apreté los brazos con fuerza. Como si al soltarla pudiera perderla otra vez.

Y me sorprendió lo frágil que se sentía.

Liviana. Rígida. Como si no supiera qué hacer con el contacto.

Y sin embargo… se quedó.

No me empujó.

No se fue.

No dijo nada.

Solo estuvo ahí.

Y mientras respiraba contra su cuello cubierto, lo confirmé.

Era ella.

Era Seren.

Aunque llevara un disfraz. Aunque se escondiera detrás de una sombra.

La reconocí.

No por sus ojos.

Ni por su voz.

Ni por su ropa.

La reconocí porque mi corazón se acomodó cuando la toqué.

Como si por fin algo estuviera en su sitio.

Y entendí.

Tal vez no todo.

Tal vez ni siquiera la mitad.

Pero sí esto:

No importaba cómo se mostrara.

Siempre la iba a encontrar.

Siempre la iba a elegir.

No sé cuánto tiempo estuve abrazándola.

No lo medí.

Solo sé que su respiración fue cambiando

Al principio era superficial. Como si temiera romperse.

Después se hizo más profunda, más temblorosa.

Como si el aire empezara a dolerle distinto.

No decía nada.

Y yo tampoco.

Quería preguntarle mil cosas.

¿Dónde habías estado?

¿Por qué te escondías?

¿Por qué ahora… esto?

Pero ninguna de esas preguntas era más importante que ella ahí, en mis brazos.

Así que solo la sostuve. Hasta que su cuerpo dejó de estar tenso.

Y entonces, lentamente, sus brazos me rodearon.

Livianos.

Como si aún no estuviera segura de que tenía permiso para quedarse.

Me separé solo lo justo para mirarla.

La capucha seguía en su cabeza. Las lentillas ocultaban el color que ya me había aprendido.

Y aun así… no podía dejar de verla.

—Seren…

Dije su nombre despacio.

Como si probarlo en mi boca pudiera devolvérselo.

Ella bajó la cabeza.

—No quería que me vieras así —murmuró. La voz era la misma, pero envuelta en una tristeza que no conocía.

La toqué con cuidado, como si pudiera quebrarse con un gesto. Mis manos acariciaron los costados de su rostro, empujando la capucha hacia atrás.

—¿Así cómo? —pregunté.

No respondió.

—¿Como si fueras otra persona? —insistí.

Ella asintió. No me miró.

—No eres otra persona. Eres tú.

—No… —la voz se le quebró, y esa sola nota bastó para que todo mi pecho se apretara.

—Sí —dije con firmeza—. Eres tú. Aunque te pongas esta ropa. Aunque te tapes los ojos. Aunque te pierdas un rato. Yo te reconozco.

Ella levantó la mirada al fin.

Sus ojos —aún café— se clavaron en los míos con una mezcla de miedo, culpa y algo más que no supe descifrar.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

Respiré hondo.

—Porque cuando te abracé… todo en mí dejó de buscar.

Ella se quedó en silencio.

La tomé de la mano, suave. Se dejó.

—No tienes que explicarme todo ahora. Pero no quiero que huyas más. No de mí.

El silencio se alargó.

Creí que no iba a responder.

Hasta que lo hizo.

—Me cuesta respirar cuando no soy yo. —Su voz era apenas un susurro—. Pero también me cuesta cuando sí lo soy.

—Entonces ven conmigo, aunque sea para respirar distinto.

—¿Y si dejo de ser la chica que te gusta?

Me reí. Un sonido suave, más triste que alegre.

—No me enamoré de una chica. Me enamoré de ti.

Sus ojos se llenaron de agua.

—Jareth…

Me acerqué.

—No voy a pedirte que cambies. Solo quiero que me dejes acompañarte.

Una lágrima bajó. La detuvo con el dorso de la mano.

—No quiero que te alejes cuando veas todo.

—Ya vi una parte. Y aquí estoy.

Se mordió el labio.

Un gesto suyo, reconocible, íntimo.

Y entonces, por fin, sonrió. Apenas.

—Estoy cansada —dijo—. De esconderme. De fingir que no duele. De sostener esta… máscara que ni siquiera entiendo del todo.

La abracé otra vez.

—Entonces suéltala. Yo te sostengo a ti.

Caminamos en silencio después del laboratorio.




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