El rugido del motor se apagó frente a una calle de tierra. La polvareda que levantó el deportivo rojo se asentó lentamente, marcando la presencia de algo que no pertenecía del todo a ese paisaje. Seren apagó el contacto y sonrió con los ojos mientras se quitaba las gafas oscuras.
—Llegamos —dijo.
Jareth no respondió de inmediato. Miró su casa. Hacía más de dos meses que no volvía. El camino no era largo en kilómetros, pero sí en oportunidades. Dos horas exactas desde el internado hasta ese barrio donde los vecinos se saludaban desde las veredas y las antenas de televisión sobresalían entre las casas de techos bajos. Ahí lo esperaban tres voces que nunca se apagaban: su madre y sus dos hermanos mayores.
—¿Estás seguro de esto? —preguntó Seren, percibiendo su silencio.
—No voy a esconderte. Ellos ya saben de ti —respondió él, soltando el cinturón con un suspiro—. Solo… no hagas comentarios sobre el barrio. Ni sobre el auto.
—¿Crees que no sé comportarme? —rió ella, sin ofenderse. Se lo decía más seguido de lo que admitía.
—Creo que luces como si fueras a estacionar en un set de película.
Seren alzó una ceja y le dio un golpecito en el brazo.
—Y tú luces como si estuvieras huyendo del set. Vamos.
Bajaron. Jareth cargó una mochila pequeña con regalos. Seren lo siguió, con una chaqueta ligera, jeans ajustados y zapatillas blancas que se mancharon al primer paso en tierra. Pero no se quejó. Ni una vez.
La casa de su familia era de una sola planta, con paredes pintadas de un celeste opaco y una reja baja que no cerraba bien. Había un limonero en el costado del jardín delantero y una bicicleta rota apoyada contra la pared. Las cortinas eran gruesas, pero en los marcos se veían fotos infantiles pegadas con cinta adhesiva. La ropa tendida ondeaba como bandera de bienvenida.
Jareth no tocó el timbre. Empujó la puerta con el hombro y gritó:
—¡Llegamos!
La respuesta fue inmediata.
—¡JARETH! ¿Te acordaste que tienes madre?
—¡Y hermanos con hambre!
La voz de su madre y la de Jake, el del medio, se superpusieron.
—¡Y no trajiste pan!
—¡Ay, este niño!
—¡Y lo peor es que llegó en Ferrari!
—¡¿Cómo que Ferrari?! —gritó la madre desde la cocina, asomando la cabeza por el pasillo—. ¡¿Ustedes robaron un auto?!
—No es un Ferrari —interrumpió Seren, divertida—. Es un Alfa Romeo Giulia.
Silencio.
Tres pares de ojos se clavaron en ella. El de su madre primero. Luego los de sus hermanos, que aparecieron desde el fondo del pasillo como si hubieran sido invocados.
—Ah —dijo la madre, desconcertada—. Tú debes ser Seren.
—Sí, señora.
—Entonces sí, es un Ferrari.
Rieron. Incluso Jareth, aunque se cruzó de brazos y murmuró entre dientes que no era tan distinto. Su madre se acercó y le dio un fuerte abrazo a él primero. Después, sin ningún aviso, rodeó a Seren también.
—Gracias por traerlo. Cada vez lo veo menos. Creí que ya estaba criando raíces en ese colegio caro.
—Solo un poco —respondió Seren, dejándose abrazar—. Pero lo riego seguido.
La madre de Jareth soltó una carcajada. Le caía bien. Ya. Así de simple.
Dentro, la casa olía a sopa recién hecha y pan calentado en sartén. Había platos desiguales sobre la mesa y una tetera humeante. Todo era pequeño, pero limpio. Seren se sacó la chaqueta y se ofreció para poner la mesa.
—No, no, tú eres visita. Siéntate —dijo Jake, empujando con el pie una silla vacía.
Jasper, el mayor, la observó con mirada analítica.
—¿Eres la famosa Seren? —preguntó con un tono clínico.
—¿Famosa?
—Solo escuchamos tu nombre como cincuenta veces.
—Mentira —intervino Jareth, al borde del colapso.
—No —dijo su madre, firme—. No mienten. Y cada vez que dice “Seren” suspira como si tuviera una sopita hirviendo en el pecho.
—¡Mamá!
—Ay, hijo. Somos pobres, pero no ciegos.
Todos rieron. Seren más fuerte que los demás.
Comieron juntos. Hablaron de la universidad, del becado brillante que era Jareth, del orgullo que sentían sus hermanos, del turno de noche de Jasper en el hospital, de las prácticas de Jake en una constructora, de cómo su madre había aprendido a hacer hotcakes de avena cuando el presupuesto no alcanzaba para la harina.
Jareth no hablaba mucho. Solo miraba. A su familia, a Seren… y el contraste.
Ella, sentada ahí, riéndose con su madre, tomando té en un vaso reciclado que había sido una botella de cerveza, no parecía fuera de lugar. Parecía exacta. Como si el lujo se hubiera bajado los tacones, como si la elegancia no tuviera nada que ver con el precio de sus zapatos.
Después del postre —flan de sobre con galletas—, su madre la tomó del brazo y la llevó al pequeño patio trasero.
—¿Te gusta mi hijo? —preguntó sin rodeos, mientras regaba una maceta con albahaca.
Seren se quedó callada. Luego asintió.
—Mucho.
—¿Y él te quiere?
—No me lo ha dicho directamente. Pero lo sé.
La madre de Jareth la miró con esa claridad que solo tienen las mujeres que han trabajado toda su vida por otros.
—Él tiene miedo. Piensa que vas a darte cuenta de que puede darte menos de lo que mereces.
—¿Y si lo que merezco es él?
La mujer sonrió.
—Entonces bienvenida, hija. Esta es tu casa también.
Desde la cocina, Jareth miraba la escena tras la ventana.
Su madre tocando la mano de Seren.
Seren con la cabeza inclinada.
Y su corazón, de pronto, más ligero que nunca.
…
La puerta se cerró tras Seren y Jareth, que salían al patio trasero para ver el huerto de la madre. En la cocina quedaron sus hermanos mayores: Jasper, el estudiante de medicina de veintidós años, y Jake, el ingeniero civil de veinte. Ambos se miraron como si estuvieran confirmando un viejo presentimiento.
—¿Lo viste? —dijo Nico, con una media sonrisa mientras cruzaba los brazos sobre la mesa.