El aire estaba helado, pero no lo sentía. No con Jareth sobre mí, mirándome como si no existiera nada más en este mundo.
Todavía podía escuchar el eco de nuestras palabras, esas que no habíamos planeado y que se habían escapado en medio de la respiración agitada: te amo. Las dos. De él para mí. De mí para él. Sin miedo, sin frenos. Y justo después, como si confesarnos hubiera roto el último muro que quedaba, sus labios me buscaron de nuevo, más urgentes, más cargados de todo lo que habíamos callado hasta ahora.
La manta bajo mi espalda se sentía suave, pero su peso sobre mí era lo que me anclaba. Una de sus manos se apoyó junto a mi cabeza mientras la otra se aventuraba a recorrerme el costado, sin detenerse esta vez. Subía y bajaba, rozando cada curva, y el calor me subía a la piel como un incendio lento.
No estaba acostumbrada a verlo así. Jareth siempre parecía controlado, incluso cuando me besaba… pero ahora no. Ahora se movía sobre mí con esa mezcla de cuidado y hambre que me estaba volviendo loca. Cuando su cuerpo empezó a encajar más contra el mío, a rozarse de una manera que me arrancó un gemido suave, lo sentí temblar.
Sus labios dejaron los míos para bajar por mi cuello, y cada vez que su respiración me tocaba, un escalofrío me recorría entera. Su rodilla se acomodó entre mis piernas, y sin siquiera pensarlo, me moví contra él, buscando más. El sonido que soltó, como si se le escapara desde lo más profundo, me estremeció.
—Seren… —susurró, y su voz era pura necesidad.
Nos movíamos juntos, un roce lento pero constante que me hacía perder el sentido de todo lo que no fuera él. Mis manos, casi por instinto, se colaron bajo su camiseta, tocando la piel caliente de su espalda. Sentí cada músculo tensarse bajo mis dedos, y eso me hizo querer tocarlo más, aprenderlo de memoria.
Me besaba entre respiraciones irregulares, como si no pudiera decidir si necesitaba más mis labios o sentir nuestros cuerpos rozando así. Yo tampoco podía decidir. Solo sabía que no quería que se detuviera.
La fricción se volvió un poco más intensa, y un calor distinto empezó a acumularse en mi vientre. Mis dedos se aferraron a su cintura, atrayéndolo más, guiando el movimiento sin siquiera darme cuenta.
Era como si cada roce dijera lo que nuestras bocas ya no podían articular. Todo lo que sentimos estaba ahí, en ese contacto, en esa forma de aferrarnos como si nos fuera la vida en ello.
Cuando abrió los ojos y me miró así, con esa mezcla de vulnerabilidad y deseo, sentí que todo mi cuerpo respondía. Él era mío. Yo era suya. No había dudas, no había miedos.
Lo besé con todo lo que podía darle, y seguimos moviéndonos, explorándonos sin prisa pero con esa necesidad creciente que nos tenía atrapados bajo el cielo del mirador.
Jareth respiraba contra mi cuello como si el aire le faltara, y su pecho subía y bajaba rápido sobre el mío. Yo podía sentir el latido acelerado de su corazón a través del roce constante, sincronizándose con el mío, como si nuestros cuerpos supieran un idioma que nuestras bocas todavía no dominaban del todo.
Su mano, que antes descansaba en mi cintura, empezó a deslizarse más arriba, dibujando un camino lento, probando mi reacción. No aparté la suya. No podía. Era como si cada milímetro de avance suyo encendiera un lugar distinto en mí.
Él me miró un segundo, los labios apenas separados, como si estuviera preguntando sin palabras si podía seguir. Le respondí con un leve movimiento de cadera contra la suya, y eso fue suficiente. Un sonido bajo y ronco se le escapó de la garganta, y sus dedos siguieron explorando, rozando el borde de mi blusa como si le pesara decidir si debía entrar o no.
No sabía si él estaba consciente de lo que provocaba en mí cuando sus caderas se movían de esa forma. No era rápido, pero sí deliberado, como si buscara el ángulo exacto para arrancarme un suspiro cada vez que me rozaba. Yo me aferraba a sus hombros, sintiendo cómo se tensaban bajo mis manos, y mis piernas empezaron a rodearlo de manera natural, atrayéndolo más.
—Seren… —susurró otra vez, y cerró los ojos como si estuviera a punto de perder el control.
Sus labios encontraron los míos en un beso más profundo, cargado de todo lo que estábamos sintiendo. Se movía contra mí, y yo contra él, y ese vaivén lento, casi hipnótico, nos mantenía en un punto donde el placer no paraba de crecer, pero sin romper el límite invisible que ninguno de los dos parecía dispuesto a cruzar… todavía.
Mi mano bajó por su espalda hasta llegar al borde de su pantalón. Sentí cómo se estremecía, y ese pequeño temblor suyo me dio una sensación extraña de poder, de saber que podía provocarle tanto como él a mí. Cuando mis dedos se enredaron un segundo en el cabello de su nuca, su cuerpo se pegó más al mío, y el calor entre nosotros se volvió casi insoportable.
El mundo alrededor desapareció. No existía el frío, ni el mirador, ni el tiempo. Solo nosotros, respirando entrecortado, jadeando cada vez que el movimiento se volvía más preciso, más intenso.
Abrí los ojos y lo vi mirarme como si me estuviera memorizando. Y ahí entendí que él también estaba atrapado en lo mismo que yo: en esa mezcla peligrosa de amor y deseo, de querer cuidarnos y, al mismo tiempo, de querer perdernos el uno en el otro.
Su frente descansó contra la mía mientras seguíamos moviéndonos, y aunque ninguno de los dos decía nada, las palabras estaban en el aire: no te suelto, no te dejo ir.
El roce constante de nuestros cuerpos me hacía perder la noción del tiempo y el espacio. Cada movimiento era una conversación muda, un lenguaje secreto que sólo nosotros entendíamos. Sentía su aliento en mi piel, caliente y tembloroso, y el calor se extendía por todo mi cuerpo como una llama que se negaba a apagarse.
Mis manos se deslizaron lentamente por su espalda, explorando cada curva con un cuidado reverente. Él respondió con un suave suspiro, su cuerpo se acercó aún más, y el latido de su corazón resonaba contra mi pecho como un tambor que marcaba el ritmo de nuestra conexión.