Los días previos a la graduación siempre tenían algo especial, como si el tiempo decidiera ralentizarse y, a la vez, acelerar sin piedad. En el colegio, los pasillos estaban llenos de murales improvisados con fotos de excursiones, actividades y momentos que habían marcado los últimos años. Los estudiantes iban y venían cargando carpetas, trajes de prueba para la ceremonia y conversaciones apresuradas sobre lo que harían después.
En medio de ese caos ordenado, Jareth caminaba con su cuaderno bajo el brazo y el celular vibrando con notificaciones. No eran mensajes de amigos, sino correos de universidades. Harvard, Stanford… nombres que parecían salidos de un catálogo de sueños imposibles, y que ahora se habían convertido en ofertas reales.
Algunos ofrecían becas completas, otros le proponían planes académicos que él apenas podía imaginar. Cada vez que abría uno de esos correos, sentía una mezcla de orgullo y vértigo, como si estuviera a punto de subir a un tren que lo llevaría muy lejos de todo lo que conocía.
Él no lo decía en voz alta, pero esas becas no eran solo un reconocimiento a sus notas. Eran su billete de salida, la garantía de que podría construir una vida sin las limitaciones que habían marcado su infancia.
Las noches de estudio hasta las tres de la mañana, las tardes en las que trabajaba después de clases para ahorrar algo de dinero, los fines de semana dedicados a proyectos y trabajos extra… todo estaba dando fruto.
A unos pasos de él, Seren observaba esa vorágine con una calma distinta. Ella también estaba en la cima académica: segunda en el ranking de la promoción, con una trayectoria impecable y el respeto de sus profesores.
Pero, a diferencia de Jareth, no dependía de una beca para definir su futuro. La empresa familiar le esperaba, y aunque podía elegir cualquier universidad, sabía que su destino estaba ligado a continuar lo que su padre había construido.
Seren no sentía envidia por estar en el segundo lugar; al contrario, estaba orgullosa de que fuera Jareth quien liderara la promoción. Sabía cuánto significaba para él, cuánto había sacrificado.
Lo miraba durante las reuniones de preparación para la ceremonia y se sorprendía al notar que, incluso en medio de tanta gente, él siempre parecía un poco apartado, como si ya estuviera con la mente puesta en otro lugar.
—Estás muy callado —le dijo un día, mientras revisaban juntos los bocetos del escenario para la graduación. —Solo pienso… en todo lo que viene después —respondió él, con una sonrisa que no ocultaba del todo su preocupación.
El colegio había organizado una semana entera de actividades previas al gran día: ensayos para el desfile, reuniones con los padres, y la tradicional cena de gala en la que se despedirían de profesores y directores. En cada uno de esos eventos, las miradas recaían sobre Jareth y Seren, como si fueran un ejemplo de lo que la institución quería mostrar: talento, dedicación y disciplina.
Pero detrás de ese brillo académico, había algo más. Los últimos tres meses, en los que habían estado separados, habían dejado huellas. Aunque habían retomado un trato cordial, la intimidad que alguna vez compartieron no había regresado por completo. Había gestos que antes eran naturales —tomarse de la mano, compartir un café después de clases— que ahora parecían prohibidos o incómodos.
A veces, mientras Jareth estaba absorto revisando sus apuntes, Seren lo miraba en silencio y se preguntaba si él ya había comenzado a despedirse de ella. Él, por su parte, se sorprendía a sí mismo buscando su mirada entre la multitud, queriendo decirle cosas que no sabía cómo empezar.
Las clases se volvieron una sucesión de repasos, trabajos finales y discursos de profesores que insistían en recordarles que “ahora empezaba la verdadera vida”. Seren escuchaba esas palabras con una nostalgia dulce, pero Jareth las recibía como un recordatorio constante de que pronto todo cambiaría.
En el aula de literatura, donde ambos habían pasado incontables horas debatiendo sobre novelas y escribiendo ensayos, el profesor anunció el último trabajo grupal.
Los asignó juntos, como si no supiera —o quizás sabiendo demasiado bien— que aquello los obligaría a pasar tiempo extra fuera del horario escolar.
La tarde que se reunieron en la biblioteca, el ambiente estaba cargado de un silencio peculiar. No era incómodo, pero sí denso, como si cada página que pasaban y cada lápiz que anotaba escondiera pensamientos no dichos.
Seren llevaba el cabello suelto y un suéter gris que le caía por un hombro; Jareth se obligaba a concentrarse en el texto, pero sus ojos volvían una y otra vez a ella.
Cuando cerraron el libro, el sol ya se filtraba anaranjado por los ventanales. Seren sonrió y le dijo: —Vas a conseguir lo que quieres, Jareth. No tengo dudas. Él se encogió de hombros, pero por dentro esas palabras lo atravesaron como un ancla y un impulso al mismo tiempo.
Mientras tanto, la cuenta regresiva hacia la graduación seguía su curso. Las invitaciones ya habían sido entregadas, los trajes estaban listos, y en el salón principal se montaba un escenario decorado con luces doradas y una larga alfombra roja. Las familias llegaban para los ensayos, y cada día, las aulas se vaciaban un poco más rápido, como si todos estuvieran ansiosos por cerrar ese capítulo.
En casa, Jareth revisaba una y otra vez las cartas de aceptación de las universidades. Su madre lo miraba con orgullo, pero también con una preocupación silenciosa: sabía que, aunque las becas cubrían la matrícula, la vida en otra ciudad o país traería gastos que no podían costear fácilmente. Por eso, él ya trabajaba después de clases en una pequeña cafetería del barrio, ahorrando cada peso posible.
Seren, por su parte, dedicaba las tardes a ayudar en la empresa familiar, pero siempre encontraba tiempo para preparar los discursos y ensayos que formarían parte de la ceremonia. En el fondo, sabía que esa etapa con Jareth, tal como la conocía, estaba llegando a su fin.