La fiesta de gala ya estaba en sus últimas notas, la música bajaba su volumen y las risas comenzaban a perder fuerza entre las luces tenues. Cuando ví a Jareth irse silenciosamente, sin decir adiós, y salir del salón, mi corazón se apretó de inmediato. Pero no lo seguí de inmediato, necesitaba procesar todo ese torbellino de emociones primero.
Mi pecho se apretó, la urgencia se convirtió en una llama que me empujó a levantarme sin avisar a nadie, sin despedirme. El murmullo de la fiesta se volvió un eco distante mientras mis tacones golpeaban el piso con prisa, cada paso un reflejo de la determinación que me había invadido.
No podía dejar que esa noche terminara sin él, sin nosotros, sin al menos una última palabra. Sentí que si lo hacía, todo se desmoronaría.
Caminé unos diez minutos, dejando atrás el bullicio de la fiesta, mientras mi mente luchaba entre la duda y la determinación.
Finalmente llegué frente a la puerta de su habitación. Respiré profundo, apreté el puño y golpeé con fuerza. —Jareth —llamé con voz firme, aunque en mi pecho sentía un nudo tan grande que me costaba mantener la calma.
—¡Jareth! —llamé, mi voz era más firme de lo que sentía, un intento por dominar el miedo que se me enroscaba en el estómago.
Pero la respuesta fue un vacío, un eco de mis palabras devolviéndome la indiferencia de su silencio.
Mi puño se alzó de nuevo, esta vez con más fuerza, y los nudillos comenzaron a doler, pero no importaba. El silencio del otro lado era una herida abierta, y no podía permitir que él siguiera encerrado, fingiendo que no pasaba nada.
Sentí pasos detrás de mí y voces molestas que me cortaron el aire.
—¡Basta ya! ¿No se te ocurre pensar en los demás? —escuché a un vecino gruñir, su rostro cansado y molesto apareció en la penumbra.
—¿No se puede tener un poco de paz en esta maldita noche? —susurró otra voz, mientras más puertas se abrían dejando entrever figuras somnolientas y frunciendo el ceño.
El peso de sus miradas y palabras me golpeó, pero ni siquiera volví la cabeza. No era el momento para escuchar reproches, no podía retroceder ahora.
La cerradura giró finalmente y la puerta se abrió, mostrando a Jareth, despeinado, con la camisa parcialmente desabotonada, la corbata colgando inútilmente de su cuello. Sus ojos, al encontrarme, fueron un huracán de emociones: cansancio, frustración, algo parecido a la culpa, y una confusión profunda.
No me dio tiempo de reaccionar. Mi mano se levantó impulsiva, y la bofetada rompió el silencio de la noche con fuerza. El sonido seco me estremeció tanto como a él.
El rostro de Jareth se tensó, no con rabia, sino con sorpresa, con una especie de dolor que me atravesó de parte a parte.
—No… —susurró, sin articular palabra, mientras yo me daba la vuelta sin esperar respuesta.
Pero antes de que pudiera alejarme, su mano se cerró alrededor de mi brazo, firme y con la desesperación de alguien que teme perder lo único que tiene.
Me giró hacia él con una fuerza contenida, y antes de que pudiera reaccionar, Jareth me atrajo hacia él y nos fundimos en un beso intenso, profundo, que no buscaba consuelo ni disculpas, sino la fuerza para seguir adelante juntos. No había necesidad de palabras, sólo la comunicación silenciosa de labios y manos explorándose con urgencia contenida.
Su boca recorría la mía con una mezcla de desesperación y ternura. Sus manos firmes pero delicadas acariciaban mi rostro y espalda, mientras yo me apoyaba contra su pecho, sintiendo el latir acelerado de su corazón, igual que el mío.
Después de varios minutos, nos separamos apenas, y él apoyó la frente contra la mía, respirando agitado.
Mi corazón golpeaba fuerte, casi a punto de estallar. Sus manos me sujetaban con fuerza, pero supe que no iba a lastimarme, que en ese abrazo había una promesa no verbalizada.
Cuando nos separamos, su frente se apoyó contra la mía, su respiración agitada se mezclaba con la mía.
—¿Por qué viniste? —su voz era un susurro cargado de emoción, como si temiera la respuesta.
Quise decirle tantas cosas, pero las palabras no llegaron, se quedaron atoradas en la garganta.
Sólo pude mirarlo, la mirada llena de preguntas, de promesas, de miedo.
—No puedo seguir perdiéndote —le confesé con voz quebrada—. No hoy, no así.
Jareth me abrazó de nuevo, más suave esta vez, como si quisiera compensar todo el dolor acumulado.
—Yo tampoco —respondió—. No sin pelear.
El mundo entero desapareció en esa habitación pequeña y silenciosa. Sólo existíamos nosotros dos, buscando la manera de conectar, de sanar las heridas que el silencio y el orgullo habían abierto.
Después de un largo beso que pareció absorber todo el aire de la habitación, poco a poco nos dejamos caer sobre la cama. Él apoyó su cabeza en la almohada mientras yo me acomodaba a su lado, sintiendo su calor cerca, esa presencia que había extrañado tanto y que ahora parecía más real que nunca.
El silencio se volvió cómodo, pero ambos sabíamos que necesitábamos hablar, deshacer los nudos que nos habían separado.
—¿Por qué terminamos? —empezó Jareth con voz baja, la mirada fija en el techo pero los ojos cargados de preguntas.
Lo miré, sus facciones suaves, los labios entreabiertos, esa vulnerabilidad que pocas veces dejaba ver.
—Por mis exnovios —dije despacio—. ¿Quieres saber por qué no me duraban? ¿Por qué yo los dejaba?
Él asintió, sin decir nada, esperándome.
Respiré hondo, el corazón latiendo más rápido que por la cercanía, por la carga de lo que estaba por confesar.
—Todos ellos —continué—, en algún momento, querían... "algo más".
Noté cómo fruncía el ceño, buscando entender.
—¿Algo más? —preguntó, sin ocultar la curiosidad y un ligero dejo de celos en su voz.
—Sí —respondí, con un leve rubor subiendo a mis mejillas—. Me refiero a tener sexo.
Sentí que me miraba con atención, esperando que siguiera, pero temí que el tema pudiera incomodarlo, así que bajé la mirada.