Entre Planos y Corazones

39

La mañana siguiente amaneció con un sol que parecía burlarse del cansancio que ambos arrastraban. Seren conducía su coche con el cabello recogido de forma improvisada, el maquillaje de la noche anterior casi borrado y esa sonrisa tímida que había aparecido varias veces durante el trayecto. Jareth, en el asiento del copiloto, mantenía la mirada fija en la ventanilla, observando cómo las calles comenzaban a llenarse de gente que iba y venía a sus obligaciones.

No habían hablado demasiado desde que salieron del edificio. Entre ambos había un silencio cómodo, pero denso, cargado de todo lo que había pasado la noche anterior y de todo lo que ninguno se atrevía aún a nombrar. Cuando Seren giró para estacionar frente a su casa, Jareth sintió un leve nudo en el estómago. Ella apagó el motor, dejó las manos sobre el volante y lo miró de reojo.

—Gracias por… todo —dijo, y aunque intentó sonar casual, la voz le tembló.

Jareth asintió con una media sonrisa. Quiso decir algo más, algo que diera un poco de forma a ese momento, pero sabía que cualquier palabra corría el riesgo de romperlo. Así que optó por abrir la puerta y salir. Rodeó el coche y se inclinó por la ventanilla del lado del conductor.

—Nos vemos pronto —murmuró, y aunque fue breve, el contacto visual que compartieron duró un instante más de lo necesario.

Ella asintió, sonrió apenas y lo vio caminar por la vereda, alejándose sin mirar atrás. Sabía que él no se quedaría en la ciudad ese día; le había contado que planeaba visitar a su madre, algo que no hacía tan seguido como quisiera.

El bus interurbano salía en poco más de media hora, así que Jareth caminó a paso tranquilo hasta la estación. No había prisa, y en parte disfrutaba esa calma matinal en la que las calles aún no estaban llenas de ruido y movimiento. Llevaba una mochila al hombro con un par de mudas de ropa y algo de comida que había llevado para el camino.

El aire de la mañana olía a pan recién horneado y a humedad, con ese toque terroso que siempre quedaba después del rocío. Mientras caminaba, Jareth pensó en lo extraño que se sentía volver a casa de su madre después de tanto tiempo. No era un viaje largo, pero lo suficiente como para poner en pausa todo lo que había pasado con Seren.

Mientras esperaba sentado en uno de los bancos de la terminal, recordó fugazmente la noche anterior: los besos, la conversación íntima, la confesión de ambos… y esa sensación extraña, como si hubieran cruzado una línea invisible que ninguno de los dos sabía cómo manejar todavía.

El bus llegó puntual. Jareth tomó asiento junto a la ventana, apoyó el codo y dejó que el paisaje fuera pasando, primero las calles grises de la ciudad, luego los campos abiertos que se extendían como un mar verde bajo el cielo azul. El traqueteo suave del vehículo le ayudaba a relajar los músculos, y por un momento casi se quedó dormido, pero la expectativa de ver a su familia le mantenía despierto.

Casi dos horas después, el autobús se detuvo en la pequeña estación de su ciudad natal. Jareth bajó y respiró hondo. Allí el aire era distinto: más fresco, más familiar. Caminó por las calles que conocía de memoria, sintiendo cómo las viejas rutinas volvían a encajar en él como una prenda usada pero cómoda.

La casa de su madre estaba exactamente igual: la fachada pintada de un color que ella insistía en llamar “marfil”, aunque para él siempre sería blanco amarillento; las macetas desbordadas de flores; y esa puerta de madera con un picaporte que nunca terminaba de encajar bien.

Golpeó suavemente y, antes de que pudiera dar un segundo toque, la puerta se abrió de par en par. Su madre apareció con una sonrisa que iluminaba todo su rostro.

—¡Jareth! —exclamó, abrazándolo con fuerza—. Pensé que ibas a llegar más tarde.

—Salí temprano —respondió él, hundiendo el rostro en su cabello, que seguía oliendo a lavanda.

—Pasa, pasa. Tus hermanos están en la cocina —dijo, y su tono fue casi travieso, como si supiera lo que eso significaba.

Jareth sonrió. Efectivamente, al cruzar el pasillo y asomarse, vio a sus dos hermanos menores sentados a la mesa, devorando el desayuno como si fuera la primera comida en días. Al verlo, ambos soltaron carcajadas y empezaron las bromas.

—¡Miren quién volvió de la ciudad! —dijo el mayor de los dos, fingiendo sorpresa—. El señorito elegante.

—¿Y ese brillo en la cara? —añadió Mikel, acercándose para darle un empujón amistoso—. Seguro que no es por el viaje.

—No debe ser por trabajo… seguro es por alguna chica —añadió el menor, arqueando las cejas con exageración.

—O por las dos cosas —terció el otro, provocando que ambos estallaran en risas.

Jareth rodó los ojos, aunque la sonrisa le traicionó. Sabía que con ellos nunca podría mantener una fachada seria por mucho tiempo.

—No todo en la vida es una chica —dijo, sirviéndose una taza de café.

—Claro… y yo soy el presidente —replicó su hermano menor, provocando una nueva oleada de risas.

Jareth resopló, intentando ignorar las miradas cómplices que intercambiaban.

—No empiecen —dijo, dejando la mochila junto a la puerta—. Solo vine a pasar tiempo con mamá y ustedes, nada más.

—Ajá… claro —replicó Rian, exagerando la desconfianza en su voz—. Y por eso tienes esa cara de "anoche dormí poco, pero valió la pena".

Mikel soltó una carcajada tan fuerte que la madre tuvo que intervenir.

—¡Basta los dos! —ordenó ella con una sonrisa indulgente—. Dejen en paz a su hermano, que debe estar cansado.

A pesar de sus palabras, Jareth no pudo evitar sonreír también. Era imposible molestarse realmente con ellos; sus bromas siempre habían sido parte de la dinámica familiar. Y aunque intentara disimular, en el fondo sabía que tenían razón: no era el viaje lo que lo mantenía con ese extraño calor interno, sino Seren.

La mañana transcurrió entre anécdotas, bromas y conversaciones que iban desde lo banal hasta lo profundamente familiar. Y aunque Jareth no lo dijo en voz alta, agradeció la calidez de ese momento. Después de todo lo que había pasado la noche anterior, ese regreso a casa era como un respiro antes de enfrentar lo que vendría después.




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