La puerta se abrió lentamente y por un instante, el mundo se detuvo.
Allí estaba él, con la chaqueta un poco arrugada, con esa mirada que a la vez parecía cansada y llena de ganas de encontrarla. Seren sintió que el corazón le palpitaba con fuerza, como si quisiera salir de su pecho.
No dijo nada. No hacía falta.
Jareth dio un paso hacia ella, acercándose despacio, como si temiera romper el frágil hilo que aún los unía. Su mano buscó la suya, y cuando la tomó, una ola de calor recorrió todo su cuerpo, disipando meses de silencio y dolor.
Se miraron, buscando en los ojos del otro las palabras que no se habían atrevido a decir, las disculpas y el arrepentimiento, la rabia contenida, el amor que nunca se extinguió.
Seren quiso hablar, quiso explicar todo lo que había sentido en esas semanas, pero las palabras se ahogaron en su garganta. En cambio, dejó que su cuerpo hablara por ella.
Jareth se acercó más, su frente tocando la suya, respirando el mismo aire, compartiendo el mismo espacio que tanto había extrañado. El mundo se redujo a ese instante, a esa conexión pura y sincera.
Y entonces, con una delicadeza que la sorprendió, Jareth la besó. Un beso lento, profundo, que le habló de promesas renovadas, de segundos comienzos y de la esperanza que se niega a morir.
Seren cerró los ojos y se entregó, sintiendo que por fin, después de tanto tiempo, estaban realmente juntos de nuevo.
Cuando se separaron, sus miradas siguieron entrelazadas, cargadas de significados y de silencios que decían más que mil palabras.
No importaba el castigo, ni los problemas, ni los exnovios, ni las diferencias.
Solo importaban ellos, y ese momento de reencuentro que les devolvía la fe en lo que tenían.
…
Las vacaciones llegaron con ese olor inconfundible a libertad, a días largos y noches sin horario fijo, a risas desbordadas y promesas susurradas al oído. Para Seren y Jareth, ese mes fue un torbellino de momentos que, uno a uno, fueron dibujando un mapa nuevo en el que ambos se perdían sin miedo.
La primera cita tuvo lugar apenas unos días después del reencuentro. Decidieron dejar de lado las complicaciones y simplemente vivir. Seren lo invitó a un pequeño café escondido entre las calles del centro, un lugar donde las paredes contaban historias y las luces tenues invitaban a la confidencia. Allí, entre sorbos de café amargo y dulces tortas de limón, las palabras fluyeron con naturalidad. Hablaron de sus miedos, de sus sueños, y sin saberlo, se fueron construyendo un refugio en medio del caos.
Jareth, que siempre había sido más reservado, mostró un lado que pocos conocían. Sus ojos brillaban cuando hablaba de sus aspiraciones, de la universidad que esperaba conquistar, de las canciones que escribía en secreto. Seren lo escuchaba fascinada, sintiendo que cada confesión era un regalo que él le hacía, frágil y valioso.
Al salir, caminaron sin rumbo fijo, con las manos entrelazadas, descubriendo rincones que parecían creados solo para ellos. En una plaza, bajo un árbol gigante, se sentaron a mirar el atardecer. El aire estaba cargado de promesas y el simple contacto de sus dedos encendía una chispa que ninguno quería apagar.
Los días siguientes fueron una sucesión de pequeñas aventuras. Paseos en bicicleta por el parque, donde Jareth se mostraba competitivo y divertido, retando a Seren a carreras que ella ganaba con una sonrisa victoriosa. Citas improvisadas en la plaza del pueblo, compartiendo helados gigantes y burlándose de las palomas que se acercaban en busca de migajas.
Una tarde lluviosa encontraron refugio en una librería antigua. Las estanterías llenas de libros parecían un universo paralelo, y ellos se perdieron entre páginas, susurrando títulos y compartiendo recomendaciones. Seren le regaló a Jareth un libro de poesía, y él dió el cuaderno que había usado para escribir sus letras. Fue un intercambio silencioso, una manera de decir “quiero que formes parte de mi mundo”.
La relación crecía, entre caricias robadas y miradas cómplices, entre risas y silencios cómodos. Había tensión, sí, pero también una dulzura nueva que ninguno había experimentado antes.
Una noche, decidieron hacer un picnic bajo las estrellas en una playa cercana. Seren preparó todo con cuidado: frutas frescas, vino, una manta suave. El mar murmuraba canciones y el cielo se desplegaba en un manto infinito de luces titilantes. Se recostaron juntos, dejando que el silencio hablara por ellos. En ese instante, la distancia, las dudas y los temores parecían evaporarse, reemplazados por una certeza simple y profunda: querían estar juntos, sin importar nada más.
Jareth empezó a ser más abierto, a mostrar gestos que antes guardaba para sí mismo. En una de esas salidas, compró un pequeño colgante para Seren, algo sencillo pero lleno de significado. Cuando ella lo recibió, lo abrazó sin palabras, sintiendo que ese detalle era mucho más que un regalo: era una promesa silenciosa.
El día a día era una mezcla de rutina y sorpresas. Desayunos tardíos donde cocinaban juntos intentando imitar recetas que nadie podía replicar del todo. Paseos en moto por carreteras secundarias, con el viento colándose entre sus cabellos y la adrenalina haciendo vibrar cada fibra de sus cuerpos. Y tardes en el parque, tumbados en el pasto, hablando de lo que vendría, de lo que querían construir.
Pero no todo era siempre sencillo. Había momentos de inseguridad, de celos contenidos y discusiones breves que no llegaban a romper el hilo que los mantenía unidos. Jareth a veces dudaba de si podía ser suficiente para Seren, mientras ella luchaba contra su propio orgullo para no dejar que esas dudas lo alejaran.
Uno de esos días, después de una pequeña pelea, decidieron hacer una escapada a un río cercano. El lugar era tranquilo, con aguas claras y bosques que parecían susurrar secretos. Allí, entre paseos en bote y risas tímidas, lograron recomponer lo que se había tensado. En la intimidad de esa naturaleza, sus manos se buscaron con más ganas, y la reconciliación fue un suave beso que decía más que mil disculpas.