Entre Planos y Corazones

41

El auto de Seren se detuvo suavemente frente a la casa. Cuando se abrió la puerta para que Seren saliera, la vio descender con su vestido blanco que reflejaba la luz de la tarde, irradiando elegancia y confianza.

Su sonrisa se clavó en mí como un rayo que quema la piel y despierta los sentidos. Mi cuerpo reaccionó antes que la razón. El aire se volvió denso, casi imposible de respirar, y cada latido parecía marcar el compás de un deseo que se había ido acumulando en silencio, paciente y voraz, durante esas dos semanas de ausencia.

Ella estaba ahí, tan cerca que podía oler su perfume, sentir el calor que irradiaba de su piel. La luz del sol jugaba en su cabello, iluminando esos rizos que tanto me gustaban, y sus ojos brillaban con esa mezcla de nervios y desafío que siempre me volvía loco.

Antes de que ninguno de los dos pudiera decir palabra, me acerqué rápido, sin dudar. En un gesto que combinaba timidez y determinación, rozé suavemente sus labios. Fue un beso breve, pero cargado de todo lo que habían vivido: la incertidumbre, la pasión contenida y la alegría del reencuentro.

Desde la puerta, los padres de Seren observaban la escena con una sonrisa cálida. No dijeron nada, pero sus miradas decían más que mil palabras: aprobación y el deseo de ver a su hija feliz.

Seren sonrió contra el beso, tomando la mano de Jareth mientras caminaban hacia la casa, como si ese instante hubiera sellado un pacto silencioso entre ellos.

Apenas Seren cerró la puerta de su casa, me quedé un momento parado, tratando de ordenar mis pensamientos. El aroma a su perfume flotaba en el aire, dulce y familiar, y eso me desarmaba un poco. Sin decir nada, ella me tomó del brazo con esa confianza que siempre me desconcertaba y preguntó:

—¿Vamos al parque? Está cerca y puedo mostrarte un lugar que me gusta.

No tuve que pensarlo dos veces. La idea de estar un rato solos, lejos del ruido y las miradas, era justo lo que necesitaba. Asentí, y sin dejar que me soltara, la seguí caminando hacia la salida de la casa.

Mientras avanzábamos, sentía cada paso como una cuenta regresiva para lo que sabía que sería un momento tranquilo, pero lleno de todo lo que nunca habíamos podido decir en palabras.

El sol estaba bajo, dibujando sombras largas sobre la acera, y mientras Serena hablaba de aquel rincón especial del parque, algo en mí se aflojaba. Por fin podía simplemente ser yo, sin máscaras ni preocupaciones.

Llegamos al parque y Serena buscó un lugar perfecto, una pequeña zona de césped que parecía resguardada por árboles altos. Con una sonrisa, sacó una manta de su mochila y la desplegó con cuidado sobre el pasto fresco.

Me quedé observando cómo se acomodaba con naturalidad, como si ese pequeño ritual la conectara con la tranquilidad que tanto anhelábamos. Luego me hizo una señal para que me sentara a su lado.

Me dejé caer sobre la manta, sintiendo el tacto fresco del césped a través de la tela, y miré hacia el cielo que comenzaba a pintarse de tonos anaranjados y rosados.

Ella se acercó un poco más, y sin decir nada, nuestras miradas se cruzaron, cargadas de todas esas palabras que no necesitaban ser pronunciadas.

Sentí la calidez de su presencia, y por un momento, el mundo afuera dejó de existir.

Sin decir una palabra, mi mano se deslizó hacia su cintura, apretándola suavemente. Su respiración se aceleró, y por un momento perdí el control. Quería decir mil cosas, contarle todo lo que había sentido, pero solo pude hundir mi rostro en su cuello, aspirando ese aroma que me había hecho soñar despierto tantas noches.

Sus dedos se enredaron en mi cabello mientras mis labios bajaban lentamente por su piel, explorándola con una delicadeza que contradecía la intensidad que ardía dentro de mí. Cada caricia era una promesa, un susurro silencioso que decía: "Aquí estoy, siempre te he esperado".

El mundo alrededor se desvaneció. No existía el ruido, ni la gente, ni los problemas. Solo estábamos nosotros dos, entregándonos a esa mezcla embriagadora de deseo y ternura que solo el reencuentro podía traer.

Sus manos comenzaron a recorrer mi espalda, subiendo y bajando con un ritmo que me hacía perder el sentido del tiempo. El roce de su piel sobre la mía era un fuego lento que se expandía, una sensación de calor que me consumía sin prisa pero sin pausa.

Nos recostamos en el césped, la manta apenas un pretexto para estar más cerca, para rozarnos con la excusa de un simple movimiento. Los dedos de Seren se aventuraron bajo la tela de mi camiseta, buscando mi piel con una mezcla de curiosidad y urgencia. Yo correspondí, deslizando mis manos bajo su blusa, sintiendo la suavidad que me volvía loco.

Nuestros cuerpos se encontraron con un roce tímido al principio, exploratorio, como si estuviéramos descubriendo de nuevo esa intimidad que habíamos dejado pausada. La tensión sexual crecía en el aire, palpable y eléctrica, un juego de acercamientos y retrocesos que nos consumía por completo.

Sus labios volvieron a buscar los míos, esta vez con más hambre, más necesidad. Cada beso era una batalla silenciosa donde ambos cedíamos y ganábamos al mismo tiempo. La lengua de Seren exploraba con delicadeza, y yo me perdía en ese sabor que me había hecho suspirar desde el primer instante.

El sudor comenzó a cubrir nuestras pieles mientras el sol bajaba, pintando el cielo de tonos rosados y dorados. Las sombras se alargaban, pero nosotros no queríamos dejar que el tiempo nos separara. Nos refugiamos en esa burbuja invisible donde solo existíamos nosotros, donde cada caricia era un verso y cada suspiro una canción.

Ella se acurrucó contra mí, sus dedos dibujando círculos lentos en mi pecho. La miré a los ojos, y en ese instante supe que nada en el mundo podría separarnos otra vez. El miedo, la ansiedad, la distancia… todo había quedado atrás, reemplazado por esta verdad simple y poderosa: estábamos juntos, y eso bastaba.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.