Europa me recibió con un cielo gris perla y ese aire húmedo que se cuela por la ropa y acaricia la piel como si quisiera quedarse. El aeropuerto era un mar de acentos distintos, pasos acelerados y luces frías. Pero en mi mente todavía estaba él, Jareth, su mirada clavada en mí, su calor atrapado entre mis manos, como si hubiera ocurrido minutos atrás.
El chofer que mis padres contrataron me esperaba con un cartel con mi nombre. El trayecto hacia la ciudad fue como mirar un cuadro en movimiento: edificios centenarios mezclados con cristales modernos, calles estrechas que parecían respirarme historias.
El primer lugar que visité fue el departamento. El agente inmobiliario hablaba con entusiasmo, pero yo apenas escuchaba. Me llevó a través de un pasillo amplio hasta una sala con ventanales enormes que daban a una plaza llena de árboles desnudos por el invierno. El parquet antiguo crujía bajo mis botas, y cada rincón parecía tener un eco suave.
Me imaginé allí, sentada en un sofá bajo, con una manta sobre las piernas, y la ventana abierta en primavera dejando entrar el aroma de los tilos. Y sí, también me imaginé a Jareth, caminando hacia mí, dejándose caer a mi lado como si le perteneciera ese lugar tanto como a mí.
—Creo que este es el indicado —le dije al agente sin pensarlo mucho. Él sonrió, complacido, y comenzó a hablar de papeleo. Yo solo pensaba en cómo llenaría ese espacio.
Esa misma tarde, fui a ver autos. No quería algo demasiado ostentoso, pero sí algo que me diera la sensación de libertad, de poder desaparecer en la carretera si me apetecía. Probé uno de color negro, elegante y silencioso, y cuando encendí el motor, el ronroneo bajo el volante me hizo sonreír. Me lo quedé.
El tercer día en la ciudad fue para decorar. Empecé por la sala: un sofá en tonos crema, una alfombra persa suave al tacto, una mesa baja de madera maciza. Las paredes, aún vacías, me parecían listas para recibir algo mío: fotos, pinturas, quizá libros apilados sin orden, como pistas de quién soy.
Mientras elegía lámparas, mi teléfono vibró. Era un mensaje de él: "Espero que estés disfrutando tu nuevo mundo." No sé si fue el momento o el recuerdo, pero sentí un nudo caliente en el estómago. Le respondí con una foto del ventanal y un simple: "Falta algo aquí."
Pude casi escuchar su risa a través de la pantalla.
Terminé el día colocando velas sobre la repisa y sábanas limpias en la cama. El departamento olía a madera nueva y a cera derretida, pero para mí, seguía oliendo a la mezcla de su colonia y su piel. Me tumbé en la cama, exhausta, mirando el techo blanco y pensando en que, aunque estaba a miles de kilómetros, Jareth parecía más presente que nunca.
…
El cuarto estaba hecho un caos: ropa doblada a medias, camisas colgando del respaldo de la silla, el pasaporte encima de la cama junto a un par de boletos impresos. Tenía la maleta abierta en el suelo, y cada vez que metía algo, sentía que estaba guardando un pedazo de mi vida para llevármelo lejos.
El vuelo a Europa salía al día siguiente, temprano. Había pasado semanas organizando todo —documentos, alojamiento, contactos—, pero la noche anterior siempre tiene ese peso extraño, como si las horas se estiraran para que te des cuenta de lo que estás dejando atrás.
Metí la última camisa y cerré la maleta con un golpe seco. Me quedé mirando el cuarto… las paredes marcadas por cuadros que ya no estaban, la estantería con huecos donde antes estaban mis libros. Era como si la habitación misma estuviera despidiéndose.
En el auto, de camino al aeropuerto, mis hermanos bromeaban como siempre, intentando aligerar el ambiente. Pero yo notaba que lo hacían para evitar ese silencio incómodo que empieza a crecer cuando sabes que algo se acaba. La ciudad pasaba por la ventanilla como una película que no voy a volver a ver igual.
Cuando llegamos, el aire frío del terminal me golpeó la cara. La gente iba y venía con maletas, anuncios en los altavoces, ese olor a café y metal que tienen todos los aeropuertos.
Mi madre estaba ahí, esperando. Y cuando me vio, su expresión cambió: sonrió primero, pero los ojos se le llenaron de lágrimas en el mismo instante.
—Ahora no te veré nunca —dijo, y la voz le tembló como si fuera un niño al que se le rompe el juguete favorito.
Me abrazó con fuerza, y sentí sus manos aferradas a mi espalda como si pudiera anclarme ahí. No soy de emocionarme fácil, pero en ese momento me costó tragar. Le prometí que llamaría, que volvería a visitarlos pronto, aunque los dos sabíamos que no iba a ser tan simple.
Mis hermanos me dieron palmadas en la espalda, medio abrazo, medio golpe amistoso, como si quisieran evitar algo más sentimental.
El último llamado para embarcar sonó por los altavoces, y me obligué a soltarla. Me quedé con la imagen de mi madre secándose las lágrimas con la manga y mis hermanos intentando hacerla reír mientras me perdía entre la gente.
Mientras caminaba hacia el control, me repetí que este viaje no era solo un cambio de lugar, era una oportunidad. Pero la sensación en el pecho era una mezcla de ansiedad y ese vacío que deja lo que se quiere de verdad.
El asiento junto a la ventanilla me recibió con ese espacio justo, como si estuviera hecho para que te sientas atrapado con tus propios pensamientos. La azafata sonrió, me indicó dónde dejar la chaqueta y me ofreció agua, pero mi cabeza ya estaba en otro lado.
El rugido de los motores empezó a subir mientras el avión se alineaba en la pista. La presión en el pecho que siempre me da antes del despegue se mezclaba con otra distinta… esa que me había acompañado desde la noche del aniversario con Seren.
Cerré los ojos un momento y lo vi todo de nuevo: sus manos explorando mi piel sin miedo, la forma en que me buscaba con el cuerpo entero, como si tuviera prisa por memorizarme. Me mordí el interior de la mejilla, recordando su respiración acelerada y ese brillo en sus ojos que decía más que cualquier palabra.