Entre Planos y Corazones

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El primer semestre de la universidad había pasado volando, como un suspiro entre libros, apuntes, y momentos robados con Jareth. Cada día traía la mezcla perfecta de adrenalina académica y el fuego cálido que solo él lograba encender en mí. No era solo que aprobáramos todos los ramos, sino que, entre clases y proyectos, habíamos tejido nuestra propia rutina: un equilibrio delicado entre la pasión y el compromiso.

Rememoro esas tardes en la biblioteca, cuando el sol se colaba a través de los ventanales enormes y teñía de dorado las páginas de los libros. Siempre era yo quien buscaba su compañía, deslizando mi mano cerca de la suya, un roce sutil que encendía todo a nuestro alrededor.

Jareth podía parecer serio y concentrado, pero sus ojos nunca dejaban de buscar los míos, esa chispa que nos unía por encima del cansancio y la presión.

En esos momentos, estudiábamos en silencio, pero el silencio entre nosotros estaba cargado de promesas. Yo podía sentir cómo su aliento se volvía un poco más cálido, cómo sus dedos jugaban nerviosos con la hoja de un cuaderno mientras mi mano se acercaba más, hasta que terminábamos compartiendo un beso fugaz, pequeño pero potente, que rompía la monotonía y nos devolvía a la realidad de lo que éramos: dos cuerpos, dos almas entrelazadas en medio del caos universitario.

Después de las clases, las tardes se transformaban en pequeñas escapadas. A veces caminábamos por los pasillos de la universidad, intercambiando risas y secretos, y otras veces nos refugiábamos en el departamento de Jareth o en el mío, lugares que ya sentíamos como refugios sagrados donde la rutina académica se desvanecía.

Recuerdo claramente la primera vez que nos quedamos toda la noche juntos después de una jornada agotadora. El cansancio parecía evaporarse cuando nos mirábamos a los ojos, cuando nuestras manos encontraban el camino correcto para desarmar la ropa y las defensas. Era una danza lenta y delicada, una exploración constante de lo que significaba estar cerca sin prisa. Cada caricia era una afirmación silenciosa, cada suspiro, un poema no escrito.

Él era paciente, pero también sorprendentemente seguro, guiándome con una mezcla de ternura y deseo. Sus labios se posaban en mi piel como promesas, y sus dedos recorrían mi cuerpo con una precisión casi sagrada. Yo me entregaba a ese contacto con la misma pasión con la que enfrentaba mis estudios, intensa, dedicada, buscando siempre más.

Entre los libros y las noches compartidas, también estaba la risa. Porque no todo era tensión o romanticismo, sino también momentos de simple alegría. Como cuando nos pillaba estudiando en el sofá y él me abrazaba por detrás, susurrándome al oído alguna broma o recuerdo tonto que hacía que rompiera en carcajadas. En esos instantes, la universidad parecía menos intimidante, porque sabía que no estaba sola.

Ser la que siempre buscaba a Jareth tenía su razón: él era mi ancla y mi aventura a la vez. Mientras mis dedos se aferraban a los apuntes, mi corazón se aferraba a sus caricias. Entre proyectos, exámenes y trabajos en grupo, encontraba en él la energía para seguir adelante, y entre las noches en que el mundo parecía demasiado grande, encontraba en su abrazo el lugar al que siempre quería volver.

Así transcurrió el semestre: con éxito académico y un amor que crecía con cada roce, cada encuentro furtivo entre clases, cada abrazo robado en pasillos vacíos, y cada momento compartido que convertía la rutina en algo extraordinario. Y aunque el futuro parecía incierto, sabía que mientras estuviéramos juntos, cualquier desafío valdría la pena.

El semestre había terminado y las vacaciones intermedias eran el momento que ambos esperábamos para descansar y estar juntos. Yo sabía que era esencial visitar a nuestras familias, para que conocieran mejor a la persona que nos había cambiado la vida. Pero había un detalle importante que no podía dejar pasar: yo iba a pagar los pasajes. No por querer presumir o controlar, sino porque sabía que Jareth luchaba por cada peso y no quería que se sintiera presionado o incómodo. Pero esa decisión no cayó del todo bien. —Seren, no puedo aceptar que seas tú quien pague todo —me dijo una tarde, con el ceño fruncido, mientras miraba su teléfono—. No es justo, yo también quiero aportar, aunque sea la mitad. Lo miré sorprendida, porque para mí no era cuestión de dinero, sino de cuidado mutuo. —Jareth —le respondí, con la voz suave pero firme—. No se trata de que tú no puedas, sino de que yo quiero hacerlo. Es mi manera de demostrar cuánto me importas. No quiero que esto se convierta en una pelea por dinero.

El silencio llenó el espacio por unos segundos. Ambos sabíamos que detrás de esas palabras había mucho más: miedo, orgullo, inseguridad. Finalmente él suspiró y sonrió con un dejo de resignación. —Está bien... acepto tu ayuda, pero la próxima vez seré yo quien invite. Reí bajito y le di un suave golpe en el brazo. —Trato hecho. Los días siguientes pasaron entre preparativos y charlas sobre el viaje. Habíamos visitado a nuestras familias en varias ocasiones, pero nunca habían estado todos juntos en esas reuniones. Él ya conocía a mis padres, quienes lo recibieron con la calidez y la elegancia propia de nuestro hogar. Él les presento a su madre y a sus hermanos, que pese a las diferencias sociales se llevaron muy bien. Había algo hermoso en esa mezcla: dos mundos diferentes que se unían por nosotros. En las cenas, mis padres preguntaban por él con interés y cariño, admiraban su dedicación y sus logros. Mientras, su madre se mostraba orgullosa de su hijo, contaba historias de su infancia y sonreía cuando yo escuchaba atento cada detalle. Era como ver un reflejo de nosotros mismos: dos realidades distintas, pero unidas por el amor que habíamos encontrado. A pesar de las diferencias, las barreras parecían desvanecerse cuando estábamos juntos, y ese era el regalo más grande que podíamos darnos.

La casa de Seren era tan impecable y elegante como siempre. El comedor estaba iluminado con una luz cálida, la vajilla relucía, y un aroma delicioso se extendía por toda la habitación. Por momentos, me sentía como un intruso, un pez fuera del agua en ese mundo de lujo y orden que ella había heredado.




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