El tiempo comenzó a medirse en semestres, no en estaciones. Los inviernos y veranos pasaban como páginas de un libro que no podían dejar de leer, cada capítulo marcado por proyectos de arquitectura, exámenes finales y madrugadas compartidas entre café y apuntes.
Jareth y Seren habían encontrado un ritmo que parecía hecho a su medida. La universidad no era fácil, pero ellos habían aprendido a enfrentarla como un equipo: si uno se atrasaba en un trabajo, el otro estaba allí para empujar; si uno se sentía frustrado, el otro encontraba la forma de devolverle la calma.
El primer año había sido un ajuste: adaptarse a la ciudad, a las exigencias académicas y, sobre todo, a convivir con esa tensión constante entre la vida de pareja y el estudio. Seren siempre quería más —más tiempo juntos, más aventuras, más experiencias— y Jareth, aunque más reservado, encontraba imposible decirle que no.
Para el segundo año, ambos ya estaban certificados en programas de modelado 3D y diseño asistido por computadora. Aquellos fines de semana en que otros estudiantes descansaban, ellos se encerraban en la biblioteca o en el departamento de Seren, trabajando en renders y planos que a veces ni siquiera eran para la universidad, sino para perfeccionarse.
Seren siempre tenía una idea nueva: concursos estudiantiles, exposiciones, ferias. Y Jareth, aunque a veces protestaba, terminaba siguiéndola.
Los veranos se convirtieron en temporadas de pequeños viajes. Algunos para visitar a sus familias, otros para recorrer ciudades cercanas en busca de inspiración arquitectónica. Les gustaba caminar por barrios históricos, observar fachadas antiguas, discutir sobre materiales y estilos. En esas caminatas, Seren llevaba siempre su cámara, y Jareth su cuaderno de bocetos.
A medida que avanzaban los años, también crecía la confianza entre ellos. Los encuentros íntimos eran más naturales, más profundos. Ya no eran las exploraciones tímidas de los primeros meses, sino momentos en los que se conocían de memoria y sabían exactamente cómo tocarse, cómo mirarse, cómo detenerse a respirar antes de seguir. Seren era siempre la que iniciaba, pero Jareth había aprendido a anticiparse a sus gestos, a reconocer cuando su mirada pedía algo más que una conversación.
La rutina no les apagó, sino que les dio un lenguaje compartido. Se enviaban mensajes durante las clases, se reservaban tardes para estudiar en cafés, se escapaban a la azotea de la facultad para ver el atardecer. Había discusiones, por supuesto: sobre dinero, sobre quién lavaba los platos, sobre las horas que Jareth dedicaba a trabajar medio tiempo para ahorrar. Seren, con su familia acomodada, no entendía del todo esa necesidad de independencia económica, pero lo respetaba, aunque no sin intentar convencerlo de que podía relajarse un poco.
En el cuarto año, empezaron a pensar en prácticas profesionales. Seren consiguió una oportunidad en un estudio de renombre gracias a un contacto de su padre. Jareth, con más esfuerzo, entró en una pequeña oficina que trabajaba proyectos comunitarios. Aquellos meses fueron duros: casi no coincidían en horarios, y las noches se reducían a breves cenas y silencios cansados. Pero ambos sabían que era temporal.
Las certificaciones se acumulaban: eficiencia energética, diseño sustentable, gestión de obra. Seren insistía en que tener el mayor número de credenciales les abriría todas las puertas. Jareth asentía, sabiendo que detrás de cada nuevo curso había largas jornadas de estudio, pero también la satisfacción de ver su carpeta de logros crecer.
El último año de carrera fue una mezcla de euforia y agotamiento. Los trabajos finales los consumían, pero también les daban un sentido de propósito. Pasaban días enteros en la universidad, viviendo casi a base de café y comida rápida, pero nunca dejaron de encontrar ratos para sonreírse entre el caos.
Y cuando al fin llegó la graduación, con las togas, los birretes y el aplauso de las familias, hubo un instante en que se miraron y supieron que todo había valido la pena. El recorrido no solo los había formado como arquitectos, sino como compañeros de vida.
Esa noche, después de la celebración con amigos y padres, caminaron por las calles tranquilas de la ciudad, aún con sus diplomas bajo el brazo. Seren se aferró a él, y Jareth, por una vez, no tuvo miedo de pensar en un futuro juntos que se extendía más allá de cualquier plano que pudieran dibujar.
El cambio llegó sin hacer ruido, como una puerta que se abre de madrugada. De pronto, las mañanas ya no eran carreras para llegar a clase, sino para tomar el transporte hacia distintas oficinas. Seren entraba temprano al estudio de arquitectura que la había fichado tras sus prácticas, un lugar con paredes de cristal y aroma a café caro. Jareth, en cambio, trabajaba en una oficina más pequeña, donde el aire olía a madera recién cortada y pintura fresca.
Los primeros meses fueron un ajuste duro. Llegaban a casa tarde, a veces con la ropa salpicada de polvo de obra o con la cabeza todavía llena de reuniones y plazos. Seren, que siempre había tenido energía para todo, empezó a resentir las jornadas interminables, y Jareth la encontraba dormida en el sofá con la computadora portátil aún encendida. Él la despertaba con un beso suave, y ella, medio adormilada, lo abrazaba con la fuerza de quien busca ancla después de un día de mareas altas.
A pesar del cansancio, aprendieron a encontrar espacios para ellos. Noches de viernes donde cocinaban juntos, aunque fuera pasta con salsa de frasco. Sábados en que despertaban tarde, con las sábanas desordenadas y el sol filtrándose entre las cortinas. Eran esos momentos lentos los que más atesoraban: Seren con el cabello despeinado, la camiseta de Jareth colgándole hasta los muslos, caminando descalza por la cocina mientras él preparaba café; Jareth observándola en silencio, preguntándose en qué momento había dejado de verla como la chica inquieta de la universidad para verla como su hogar.