Entre rejas doradas

Capítulo 1: Bienvenidos a Saint Albans

Eleanor

El otoño en Saint Albans olía a tradición y a mentiras bien vestidas.

Las hojas doradas crujían bajo mis zapatos mientras atravesaba el patio central, sintiendo el peso de las miradas que se pegaban a mi espalda como etiquetas de precio. "Eleanor Spencer, la hija de la condesa desterrada", murmuraban. "La que casi arruinó a su familia por un escándalo con un profesor el año pasado". Mentiras, por supuesto. Pero en Saint Albans, la verdad era lo de menos; lo que importaba era el brillo de las apariencias.

El internado se alzaba ante mí como un gigante de piedra y pretensiones: torres góticas, ventanas de vidrio emplomado y pasillos que guardaban más secretos que la Biblioteca Real. Aquí estudiaban los herederos de media Europa, futuros reyes, condes y magnates que aprendían a sonreír con los dientes mientras apuñalaban por la espalda.

—¡Spencer! ¿Ya te han asignado castigo por este año o esperas a la primera semana? —La voz burlona de Charles von Habsburg me hizo girar.

—Prefiero esperar a que tu novia se aburra de ti otra vez —le solté, ajustando la mochila—. Así tengo compañía en el servicio comunitario.

Los que lo rodeaban rieron, pero sus ojos brillaron con esa mezcla de irritación y fascinación que yo provocaba sin esfuerzo. Era mi don: hacer que los hijos de reyes se sintieran plebeyos con solo mirarlos.

***

La cena de bienvenida fue un espectáculo de platería y falsas sonrisas. El Gran Salón, con sus candelabros de oro y retratos de benefactores muertos, estaba lleno de estudiantes impecables, cada uno con su papel asignado: el futuro duque de Northumberland, la heredera de una fortuna petrolera rusa, la princesa de Mónaco… y él.

Alexander Windsor ocupaba la mesa principal como si el mundo girara alrededor de su tenedor. Nieto de la reina, segundo en la línea sucesoria, y el único que llevaba el uniforme como si fuera una chaqueta de cuero rebelde. Cabello castaño oscuro, ojos azules como el hielo bajo la luz de las velas, y una sonrisa que nunca llegaba a sus pupilas.

Nuestras miradas se encontraron por un segundo demasiado largo. Él levantó una copa de cristal tallado en un gesto que podía ser saludo o desafío. Yo respondí con una ceja arqueada y un sorbo de agua. "Los príncipes deberían venir con advertencias", pensé. Porque Alexander no era solo peligroso por su apellido.

Era peligroso porque era el único que me hacía recordar que, bajo las capas de sarcasmo y rebeldía, yo aún podía sentir.




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