Entre rejas doradas

Capítulo 3: El primer beso

Eleanor

La Gala de Otoño de Saint Albans era una farsa vestida de seda y diamantes.

El Gran Salón, iluminado por candelabros de cristal, estaba repleto de estudiantes que bailaban vals como si sus sonrisas no estuvieran medidas al milímetro. Yo llevaba un vestido verde esmeralda—prestado de la colección de mi madre—y el rubí que colgaba de mi cuello, la única joya que no me hacía sentir como una vitrina de museo. A mi lado, Daniel Rothschild, hijo de un magnate alemán, intentaba impresionarme con su francés impecable y su sonrisa de anuncio de relojes.

—¿Siempre miras así a los Windsor? —me preguntó de pronto, siguiendo mi mirada.

Alexander estaba al otro lado del salón, con Victoria de Holanda enroscada en su brazo como una serpiente de terciopelo. Llevaba un esmoquin que le ceñía los hombros como un guante, el cabello ligeramente despeinado, y esa expresión de aburrimiento perfectamente calculado que solo yo sabía que era mentira.

—Solo cuando merecen ser observados —respondí, bebiendo un sorbo de champán.

Pero Alexander sí me miraba. No a Victoria, no al escenario, no a los sirvientes que pasaban con bandejas de plata. A . Con esa intensidad que hacía que mi piel recordara cosas que nunca habían sucedido.

***

La música se volvió insoportable. Necesitaba aire.

Salí al pasillo este, un corredor estrecho iluminado solo por la luna que se filtraba por los vitrales. Me apoyé contra la pared fría, cerré los ojos y respiré hondo.

—Huir de tus propios encantos, Spencer. Eso es nuevo.

La voz de Alexander me erizó la piel. Lo abrí los ojos y allí estaba, apoyado en el marco de la puerta, con el esmoquin desabrochado y una copa de whisky en la mano.

—No huyo —mentí—. Solo evito que Rothschild me hable de su colección de yates.

Alexander se acercó, lento, como si midiera cada paso. El pasillo era tan estrecho que su aliento, caliente y a whisky, me rozó la mejilla.

—Victoria no para de hablar de las propiedades del tulipán holandés —murmuró—. Llevo veinte minutos soñando con ahogarme en el estanque de los deseos.

Reí, pero el sonido se me atragantó cuando su mano se posó en la pared, a un lado de mi cabeza.

—¿Y por qué no lo haces? —desafié, alzando la barbilla.

—Porque hay cosas más interesantes aquí.

Sus ojos bajaron a mis labios. El mundo se detuvo.

No sé quién se inclinó primero. Solo recuerdo el calor de su boca sobre la mía, brutal y dulce al mismo tiempo. Sus manos en mi cintura, apretando como si temiera que me desvaneciera. Mi espalda contra la pared, el vestido arrugándose entre sus dedos.

Fue un beso de rabia y hambre, de meses de miradas robadas y palabras no dichas.

Y entonces, el sonido de un click.

Nos separamos de golpe. Alexander giró hacia la ventana del fondo, donde una sombra desapareció corriendo.

—Mierda —murmuró, pasándose una mano por el pelo.

Yo me toqué los labios, todavía ardientes. No hacía falta ver la foto para saber lo que capturaría: el príncipe y la problemática, enredados en un escándalo que ni la corona podría tapar.

Pero en lugar de asustarme, sonreí.

—¿Valió la pena, Alteza?

Alexander me miró, y en sus ojos no había arrepentimiento, solo desafío.

—Siempre.




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